sábado, 7 de junio de 2025

Barenboim, el acontecimiento musical y su reseña (Valencia 1998)

 

Traigo hoy al blog una lejana crítica de un verdadero acontecimiento musical al que asistí. Es muy frecuente que, cuando vamos a un concierto, pasamos un buen rato oyendo sonidos gratamente acordados, pero la Música (y ahora la escribo con mayúsculas) no comparece. Hay sonidos bien dispuestos, cierto ritmo placentero, pero, como decía, la invitada de honor, no se presenta. Cierto es que, para decir esto, estoy manejando una noción de Música algo mística, como episodio sublime y trascendente en la vida de una persona, que le conecta con algo que está fuera del tiempo ordinario. Así entendida, yo diría que tal vez en el 80 % de los conciertos la Música no comparece. Es verdad que, cuando lo hace, se produce la experiencia de lo que, con palabras de Lezama Lima (y que algún día intentaré explicar), podemos denominar la cantidad hechizada.

 

Pues bien, el concierto que nos ocupa fue uno de esos memorables, en que no sólo la invitada se presenta, sino que se produce tal fusión de artista y público que rebasa cualquier expectativa posible, por más optimista que fuera. Es por ello que, hoy, 27 años después de ocurrido, me apetece recordarlo. Y lo hago a través de una magnífica reseña de Gonzalo Badenes que, por entonces, solía escribir las notas a los programas de mano del Palau de la Música de Valencia, y también hacía crítica musical en El País.


MÁS QUE UN CONCIERTO

 

 Gonzalo Badenes

  

Daniel Barenboim. Obras de Liszt. Daniel Barenboim, pianista. Palau de la Música. Sala Iturbi. Valencia, 2 de mayo 1998.

 

La famosa boutade del viejo Celibidache, “la música no existe, lo que existe es la vivencia”, se hizo realidad anteayer en el concierto de Barenboim. Los 90 minutos del programa oficial, ocupados por el primer volumen de los Años de  Peregrinaje y la Sonata en si menor de Liszt, alcanzaron una altura musical incomparable. Me atrevería a decir que fue el mejor recital de piano jamás escuchado en el Palau, y no me olvido de las tardes memorables de Richter, Zimmermen, Pires, Pogorelich o Ashkenazy. Ni tampoco del primer concierto de Barenboim, en 1989, con las Goldberg. Pero el Liszt del sábado fue como subir al Himalaya y contemplar desde el techo del mundo lo pequeñitos que somos los humanos.

Luego de este Liszt, nadie regatearía a Barenboim el título de pianista del siglo. Habrá incluso quien considere al artista porteño el músico del siglo. No voy a discutirlo, aunque estas calificaciones siempre me parecen peligrosas. Sobre todo porque un músico carismático como Barenboim es el resultado de una gloriosa tradición donde están Edwin Fischer, Artur Rubinstein, Emil Guilels y Arturo Benedetti Michelangeli. Y de todos ellos hubo algo en estas versiones lisztianas, que quintaesenciaron el virtuosismo para devolvernos la pureza de un pensamiento poético arrebatado por la inspiración y gobernado por la racionalidad. Ciertos pasajes, como la recapitulación de la Sonata en si menor, llevaron el sonido hasta el límite de la expresividad, logrando esa misteriosa fusión de la carne y el espíritu que sobrepasa la emoción natural de un concierto.

 

Aplausos enloquecidos

 

Con todo, lo más grande vino al finalizar el programa oficial. Por primera vez se asistió en el Palau a la transfiguración de un artista frente a su público. 70 minutos de aplausos enloquecidos y 15 piezas fuera de programa son datos escalofriantes, en particular para una ciudad musicalmente tan fría como es Valencia. ¿Qué sucedió el sábado? Sencillamente, hubo esa vivencia que pocas veces se produce, a la que aludía Celibidache. Valses de Chopin, tangos, piezas de Debussy, Prokófiev, Albéniz (¡vaya Evocación!), Liszt, incluso una jota, desbordaron todas las previsiones de entusiasmo y llenaron la sala con la espontaneidad que es patrimonio de los artistas verdaderos. Todas las clasificaciones estéticas saltaron por los aires, y ante un público que no daba crédito a lo que veía y escuchaba, se desplegó toda la potencia del arte. Éstos son los momentos que generan las leyendas de los artistas. El 24 de marzo de 1845 Franz Liszt creó su leyenda entre el público valenciano. El 2 de mayo de 1998 Daniel Barenboim ha repetido el milagro. Grande, grandísimo.

 

miércoles, 4 de junio de 2025

Tangencias inauditas: Josquin des Prez y W. H. Auden: memoria de los muertos

 

Estamos a finales  del siglo XV. Ha muerto Johannes Ockeghem, uno de los maestros de la polifonía franco-flamenca, en 1497. El cronista francés Jean Molinet escribe un sentido poema, que Josquin des Prez musicará, creando una de las obras maestras de este tipo de música: Déploration de la mort d´Ockeghem. Lo que hace Josquin es alternar, polifónicamente, el poema de Molinet con las siguientes palabras del cantus firmus:

 

Requiem aeternam dona eis, Domine,

Et lux perpetua luceat eis.

Requiescat in pace. Amen.

 

Traigo hoy al blog el excelente poema de

Molinet, del que intento una versión, al tiempo que hago un par de aclaraciones.

 Nimphes des bois, deesses des fontaines,


Chantres experts de toutes nations,
Chang
ez vos voix tant cleres et haultaines
En cris tranchans et lamentations
.
Car d'Atropos,
très terrible satrape,
A vostre Ockeghem attrappé en sa trappe,
Vrai trésorier de musique et chief d'oeuvre
Doct, élégant de corps et non point trappe.
Grant dommage est que la terre le couvre.
Accoustrez vous d'habits de deuil,
Josquin, Pierson, Brumel, Compère,
Et plourez grosses larmes d'œil:
Perdu avez vostre bon pere,
Requiescat in pace.
 
La versión que propongo es la siguiente:
 

Ninfas de los bosques, diosas de las fuentes,

Cantantes expertos de todas las naciones

Cambiad vuestras voces tan claras y majestuosas

En gritos desgarradores y lamentaciones.

Pues Átropos, sátrapa muy terrible,

A vuestro Ockeghem ha atrapado en su trampa,

Verdadero tesorero de la música y sus obras maestras,

Docto, elegante de cuerpo y sin trampas.

Enorme pena es que la tierra le cubra.

Revestíos de trajes de luto,

Josquin, Pierchon, Brumel, Compère,

Y llorad grandes lágrimas de vuestros ojos:

Pues perdido habéis vuestro buen padre.

Requiescat in pace.

 

Las aclaraciones: 1) Átropos es la tercera parca, la inflexible, la que corta el hilo de la vida. 2) Los nombres que cita en un verso son los del propio Josquin (1450-1521), Antoine Brumel (1460-1520), Loyset Compère (1445-1518), Pierson = Pierre de la Rue (1452-1518) –también llamado Piercho de Vico-. Es decir, los nombres la generación de polifonistas posterior a la de Ockeghem, sus discípulos, por decirlo así.

 

 

Pero el motivo por que traigo al blog este poema es porque me ha traído el recuerdo de otro poema funeral, muy sentido, que escuché por vez primera viendo la película Cuatro bodas y un funeral. Se trata de “Funeral blues”, de W. H. Auden, que uno de los jóvenes amigos recita en el funeral de quien fue su amante.

 

Stop all the clocks, cut off the telephone,
Prevent the dog from barking with a juicy bone,
Silence the pianos and with muffled drum
Bring out the coffin, let the mourners come.

Let aeroplanes circle moaning overhead
Scribbling on the sky the message He Is Dead,
Put crepe bows round the white necks of the public doves,
Let the traffic policemen wear black cotton gloves.

He was my North, my South, my East and West,
My working week and my Sunday rest,
My noon, my midnight, my talk, my song;
I thought that love would last for ever: I was wrong.

The stars are not wanted now: put out every one;
Pack up the moon and dismantle the sun;
Pour away the ocean and sweep up the wood.
For nothing now can ever come to any good.

 

En la versión castellana del filme sonaba así:

 

Parad los relojes, descolgad los teléfonos,

prevenid el ladrido del perro con un jugoso hueso,

silenciad los pianos y con apagado tambor

el ataúd sacad ya, las plañideras avisad.

 

Que avionetas negras nos sobrevuelen

y que en el cielo escriban el mensaje: Él ha muerto.

Poned en los blancos cuellos de las palomas un crespón,

que los guardias  lleven guantes negros de algodón.

 

Él fue mi Norte, mi Sur, mi Este y mi Oeste,

mi semana de trabajo, mi descanso dominical,

mi mediodía, mi medianoche, mi charla, mi canción;

creí que el amor duraría siempre: me equivoqué.

 

Ya no quiero las estrellas, apagadlas todas,

envolved la luna y desmantelad el sol,

vaciad el océano y los bosques arrasad,

porque ya nunca nada podrá acabar bien.

 

 

Sí, bueno, el poema de Auden es bastante mejor que el poema medieval, pero lo que me maravilla es, a cinco siglos de distancia, con sus imperativos e hipérboles, la intensidad similar con que se expresa el dolor por la muerte de un ser querido.

 

domingo, 1 de junio de 2025

Sobre el turismo: con Unamuno de viaje por Extremadura

 

Por aquel salón de actos de la Facultad de Filosofía y Letras de Valencia, en los años de la Transición, pasaron notables figuras de las letras: recuerdo a Manuel Puig, a Juan Goytisolo, o a los numerosos grupos teatrales que nos trajo Antoni Tordera (Caterva de Gijón, Esperpento de Sevilla o el Libre Teatro Libre Latinoamericano, por ejemplo). Un buen día un grupo de jóvenes muy modernos y à la page presentaban una revista de nombre ambiguo, Diwan, que tanto podía aludir  al diván de Freud, como al farol de considerarse los número uno. Allí estaban Alberto Cardín, Biel Mesquida y también Jiménez Losantos. El caso es que tras mostrar su refinamiento, inteligencia y actitud polémicamente avanzada (hablaban mucho de Lacan, Barthes y otros), al llegar el turno de palabras, la tomó un extraño en el público (no se trataba de un universitario), con ciertos indicios de retraso, o desorientación, que dijo:

- Todo eso está muy bien. Pero yo pienso que lo que hay es que leer más a Unamuno.

Sensación de tierra trágame generalizada, y uno de los jóvenes (tal vez Jiménez Losantos) supo complacer al espontáneo ponderando lo mucho que él apreciaba a don Miguel.

 

Recuerdo esto porque hoy, releyendo a don Miguel (el Unamuno que prefiero es el de los libros de viajes o ensayos cortos sobre arte), precisamente algunas de las crónicas que escribía para La Nación, de sus andanzas por Portugal y España, las relacionadas con el reciente viaje que he hecho por Extremadura, me topo con algunos pasajes interesantes.

 

Este comienzo de “Trujillo”, que nos hace pensar en el turista actual, el habitante de las grandes ciudades que, cuando tiene unos días libres, huye de ellas como de la peste:

 

“Tres días de vacaciones; el último de octubre y los dos primeros de noviembre… La cosa está clara; a huir de la ciudad y de sus cuidados, a respirar aire de campo libre, a correr tierras, villas y lugares.” (183)

 

Y, sin embargo, si atendemos al comienzo de “Guadalupe” vemos que la actitud de Unamuno es muy diferente del dominguero o turista actual (estas crónicas son de 1909):

 

“La España pintoresca y legendaria sería mucho mejor conocida que lo es –por los españoles, se entiende- si tuviéramos mejores caminos y vías de comunicación o si fuésemos más entusiastas y menos comodones. Entre nosotros, el amor a la hermosura y la tradición no ha llegado aún a formas de piedad. Y así, cuando hace aún pocos días marchaba yo con dos amigos a visitar el célebre monasterio de Guadalupe, las gentes sencillas de aquellas tierras no se explicaban las molestias que soportábamos sino atribuyéndolo a que lo hiciésemos por promesa o voto religioso.” (102)

 

Tras describir los paisajes que recorre y visitar el monasterio (no sin darnos noticias de lo que cuenta sobre él José de Sigüenza, pero sobre todo ponderando su “colección de libros de coro –tal vez la mejor de España-” y la “soberbia colección de  cuadros de Zurbarán que en la sacristía se guardan”), al regresar, deplora lo siguiente, insinuando una crítica premonitoria al turismo vulgar de nuestros días:

 

“Es una lástima que la ramplonería de la rutina española lleve a tantas gentes a pueblecillos triviales, de una lindeza de cromo que encanta a los merceros enriquecidos, y haga les asuste pasar incomodidades para ir a gozar de visiones que están fuera del tiempo.” (106)

 

Debo anotar, al paso, que actualmente, a pesar de seguir estando un poco mal comunicado, gracias al automóvil, el monasterio de Guadalupe, y la población, se han convertido en lugar de turismo masivo.

 

Pero lo que más me interesa del Unamuno viajero es su mirada, una mirada intelectual y penetrante, que ve las cosas (también las siente) de una manera desusada y profunda, poniendo de relieve las claves en que se sustentan. En su crónica de Trujillo, huye del erudito local y del cicerone, y se deja guiar de un chiquillo desharrapado. Me parece muy perspicaz su visión de la biblioteca del casino local:

 

“En el casino nos mostraron primero la biblioteca, una biblioteca pobrísima, cuyo catálogo podría hacer de memoria después de no haberle echado sino un vistazo. El inevitable Diccionario Enciclopédico, que sirve para dirimir las cuestiones con apuestas; la colección de Autores Españoles de Rivadeneyra, y los volúmenes de dos o tres de esas llamadas bibliotecas, generalmente ilustradas, que se publican en Barcelona; volúmenes que tal o cual ilustración da de regalo a sus suscriptores. Es decir, libros que no hay que escoger, pues se los dan a uno escogidos; basta decir: “envíeme los tomos todos que vayan publicando en la biblioteca o colección tal o cual”. En resolución, la biblioteca del casino de Trujillo es la típica biblioteca que no se forma para lectores, sino para visitantes, para que no se diga que en el casino principal de esta población no hay biblioteca, para que no se nos tenga por incultos. Y sobre la mesa lo único que se lee algo: periódicos diarios y la indispensable Ilustración Española y Americana, para ver los santos. En tal biblioteca no encontramos ni un alma; estaba completamente vacía. 

Lleváronnos luego a ver el salón de baile, y para ello tuvimos que atravesar la sala de juego. Estaba llena. Casi todos los socios que a aquellas horas había en el casino se agrupaban en torno del tapete verde. Todos los que faltaban en la biblioteca sobraban aquí.» (188-89)

 

 N.B. Las citas proceden de mi edición de Austral de Por tierras de Portugal y de España.