Traigo hoy al blog una lejana
crítica de un verdadero acontecimiento musical al que asistí. Es muy frecuente
que, cuando vamos a un concierto, pasamos un buen rato oyendo sonidos
gratamente acordados, pero la Música (y ahora la escribo con mayúsculas) no
comparece. Hay sonidos bien dispuestos, cierto ritmo placentero, pero, como
decía, la invitada de honor, no se presenta. Cierto es que, para decir esto, estoy
manejando una noción de Música algo mística, como episodio sublime y
trascendente en la vida de una persona, que le conecta con algo que está fuera del tiempo ordinario. Así entendida, yo diría que tal vez en
el 80 % de los conciertos la Música no comparece. Es verdad que, cuando lo
hace, se produce la experiencia de lo que, con palabras de Lezama Lima (y que
algún día intentaré explicar), podemos denominar la cantidad hechizada.
Pues bien, el concierto que
nos ocupa fue uno de esos memorables, en que no sólo la invitada se presenta,
sino que se produce tal fusión de artista y público que rebasa cualquier
expectativa posible, por más optimista que fuera. Es por ello que, hoy, 27 años
después de ocurrido, me apetece recordarlo. Y lo hago a través de una magnífica
reseña de Gonzalo Badenes que, por entonces, solía escribir las notas a los
programas de mano del Palau de la Música de Valencia, y también hacía crítica
musical en El País.