lunes, 13 de diciembre de 2021

Tangencias inauditas: Gavroche y el gitanillo cantor (Victor Hugo y Cela)

 

Lo vemos a diario en los supermercados. El homeless, el sin techo, como lo traducimos, el alcohólico callejero avanzan su moneda o monedas -frecuentemente calderilla- en la cinta movediza, y sólo entonces depositan su botella de cerveza o tetrabrick de vino. Salen a paso ligero con su presa del establecimiento y no esperan el ticket de compra. ¿Para qué? ¿Qué podrían reclamar ellos? Bastante es que les vendan el producto y no les nieguen la entrada amparándose en la reserva del “derecho de admisión”.


Este detalle de ir con el dinero por delante (ellos no tienen crédito) no se le escapa a la literatura, y hoy quiero traer al blog un par de fragmentos en que, precisamente, este pequeño detalle constituye uno de los elementos de la profunda sugestión que provocan en el lector.


El primero pertenece a Los miserables, de Victor Hugo, obra titánica y destartalada, folletinesca y verbosa, que no deja de ser grande, aunque sólo fuera por la creación del personaje de Gavroche, ese niño de la calle (ese gamin), verdadero ángel de los suburbios, que va sembrando el bien y dejando una estela de generosidad por donde quiera que anda.


En un momento de la obra Gavroche se encuentra en la calle dos niños desamparados (no sabe que son sus hermano, pues hace tiempo que no vive en casa), los acoge, les da alojamiento en un lugar inusitado (el elefante de la plaza de la Bastilla, arquitectura efímera del XIX) e incluso los alimenta. Esta es la escena:


jueves, 9 de diciembre de 2021

Elogio de la traductora: Agata Orzeszek

 

Corría el año 1983, y con Javier acudí a los cursos de verano de la UIMP en Santander (el de “Literatura medieval y Literatura contemporánea”, dirigido por Francisco Rico, debía de ser). En el Palacio de la Magadalena conocimos a unas polacas, estudiantes de español en su país, que también asistían: Yola y Basha. Hicimos amistad con ellas. Solíamos salir por la ciudad e incluso hacer excursiones por la provincia. Yola era morena, sensata, honda y decidida. Basha era una rubia muy guapa, de origen aristocrático -según decía-, bastante frívola e inestable. Todavía existía el bloque del Este, pero ellas no eran comunistas, sino más bien lo contrario. Javier tuvo un breve affaire amoroso con Yola y yo bebía los vientos por Basha, que no me hacía mucho caso. Parecía interesarle más el guapo camarero del bar del Palacio. Mi debilidad por Basha me costó verme atrapado en las tremendas inundaciones de ese verano. Cuando ya me disponía a irme hacia Arredondo y abandonar la ciudad, donde no dejó de llover en todo el tiempo en que estuvimos, me encontré con Basha, que me pidió el favor de llevarle una maleta a Madrid. Ante mi resistencia (por el temporal que se acercaba y el celoso resquemor que hacia ella sentía), sólo me dijo: “Es tan pequeña”. Claro que habría que escuchar su pronunciación y presenciar su coqueto gesto para entender por qué me derretí, fui a buscar la maleta, perdí una hora en salir de la ciudad y me cogió el temporal a la altura de Astillero. El motor del coche colapsó por el agua, las carreteras devinieron intransitables y suerte tuve de poder encontrar una habitación en un hotelito de un pueblo cercano (San Salvador, creo que era) donde pude descansar y esperar que escampara, y al día siguiente, a través de una carretera que parecía el paisaje después de una batalla, llegar a Arredondo.

Javier y yo estábamos pasmados de lo bien que hablaban nuestras amigas polacas el español. Tanto que Javier una vez me dijo:

- En cualquier momento, yendo en el coche, nos pueden decir: “Tened cuidado, que el firme de esa curva está muy mal peraltado.”


He recordado este episodio de mi juventud leyendo hoy Un día más con vida, de Ryszard Kapuscinski. ¿No habéis tenido la experiencia, leyendo a Kapuscinski, de pensar qué bien escribe en español? No parece que estemos leyendo una traducción, sino que el portentoso polaco es un escritor de la estirpe de Cervantes.

Pues bien, esto, que me ha ocurrido hoy, y las muchas veces que he leído otro libros del autor, no es sino obra de lo magníficamente que lo traduce la polaca Agata Orzeszek (pongamos su nombre en negrita, lo merece) a nuestra lengua. Sin duda, la traductora polaca debió tener los mismos -o parecidos- excelentes profesores de español que nuestras amigas Yola y Basha.

Habitualmente en este blog suelo criticar errores flagrantes de traducción. Sirva el post de hoy como elogio de un brillante representante de esa profesión (los truchimanes), tan sacrificada y útil a la res publica.