Ignacio
Zuloaga: Mi
familia (1937)
Hoy
traigo a este blog unas consideraciones sobre el cuadro que, en una
reciente visita a la exposición Zuloaga. Carácter y emoción,
en la Fundación Bancaja de Valencia, más me ha impactado. Un
impacto agridulce, el reconocimiento de su perfección plástica
unido al desasosiego que produce una lectura que se quiera
psicológica del mismo. En realidad, mucho de lo que aquí voy a
manifestar son ideas de mi esposa, que surgieron mientras ambos
mirábamos el cuadro: yo tal vez hechizado por su nitidez plástica,
pero ella -psicóloga nata- me hizo unas observaciones que ahora
intentaré desarrollar.
Es
muy evidente, desde un punto de vista constructivo, el homenaje a
Velázquez, a sus Meninas, piedra de toque de tantas obras
posteriores, perceptible tanto en el hecho de tratarse de un cuadro
de familia (en este caso, propia), como en la presencia de la parte
trasera de un lienzo, y la actitud creativa del pintor con el pincel
en la mano. Hasta el perro echado en el suelo denota el abolengo
velazqueño.
Ahora
bien, más complejas son las relaciones entre los personajes que el
cuadro muestra. Tenemos al pintor con su paleta, a su esposa y su
hijo sentados delante de él, y detrás de ellos, de pie, su hija con
su esposo. Empecemos por los que están de pie: la hija, en actitud
del que se va, vuelve la espalda para mirar, no sin melancolía, el
cuadro en proceso; su esposo, no sin desapego, contempla el mismo
lienzo, sin transmitir ninguna emoción, como quien está ahí a
verlas venir, en algo que apenas le concierne personalmente. Está
junto a su esposa, pero apenas con ella, separados, sin contacto:
ella sostiene un guante y él la solapa de su chaqueta. Si pasamos a
los personajes sentados, vemos al hijo de medio lado (no le vemos el
rostro al completo) que, sosteniendo sus gafas, dirige la mirada
hacia su madre. Ésta, verdadero tótem, mira erguida hacia el
cuadro, pero con la mirada perdida; en realidad no parece mirar nada,
sino estar ensimismada en su condición cuasi divina y objeto de
veneración del hijo. Nuestro pintor, frente a ellos, los mira con
atención. Se trata de una mirada penetrante, pero profesional, la
mirada de un artista ante un objeto plástico, que bien podría ser
una naturaleza muerta. Hay una chocante carencia de afectos en las
miradas del cuadro, que extraña mucho tratándose, como se trata, de
una pintura tan íntima y personal. Hasta el perro mira hacia otra
parte, aunque si atendemos a los bocetos que se nos muestran, en
pantalla, en otra sala de la exposición, el pintor lo ha trasladado
desde mitad del cuadro hasta sus proximidades, con lo cual nos
parecería indicar que es el mayor afecto que posee entre los
figurantes del cuadro, que así se reparten en tres grupos de dos. También en esa otra sala se nos muestran dos
cuadros en que aparecen madre e hijo, él leyendo en una mesa, ella
descansando cerca de él. Todo apunta hacia esa profunda relación
edípica que el gran retrato familiar a su vez plasma.
Resumiendo,
un cuadro hermoso y desasosegante: plástica y constructivamente muy
logrado, pero que transmite un aire de desafección enorme. Estamos
en 1937.