Los
historiadores del arte de finales del siglo XIX, influidos por las
corrientes artísticas de su tiempo, han descubierto en Velázquez el
antepasado más importante del Impresionismo. Por encima de todo,
admiraban en sus pinturas la franqueza y la verdad con las que
restituía todas las impresiones ópticas de los objetos visibles.
“No ha pintado más que lo que ha visto”, dice Beruete, haciendo
alusión a que pintaba sus lienzos no en el taller, sino in
situ,
sin hacer posar a sus modelos ni recurrir a una iluminación ad
hoc.
Justi describe la génesis de Las
Hilanderas
en los siguientes términos: “Un día en que [Velázquez]
acompañaba a un grupo de damas de la Corte a la fábrica, mientras
ellas cambiaban impresiones acerca de un tapiz allí expuesto,
Velázquez se retiró y observó de la puerta el efecto pictórico de
los grupos, de lo que resultó Las
Hilanderas.(…)
Los grupos de una fotografía instantánea no se presentan con tanta
naturalidad.” [N.T.1] Las pinturas de Velázquez fueron denominadas
“composiciones impresionistas” por el crítico inglés Stevenson.
Deseando otorgar a Velázquez el más alto elogio, Elie Faure dice:
“En la superficie y en lo profundo, no se sabe dónde comienza la
ficción, dónde termina la realidad”, continuando el comentario de
Théophile Gautier, que, delante de Las
meninas,
había exclamado: “Es la naturaleza misma atrapada en flagrante
delito de realismo...” (1862)
Gracias
a esta concepción de Velázquez como el más grande Impresionista
avant
la lettre,
una concepción que todavía perdura, se han podido apreciar mejor
sus enormes cualidades de pintor de la luz y el color.
Sólo
muy recientemente un cambio de opinión vino a desmontar, poco a
poco, ese punto de vista tradicional. Oponiendo al ingenuo
impresionismo de Velázquez su espiritualidad y su fondo humanista,
que han sido puestos en valor por F. J. Sánchez Cantón y E.
Lafuente, Angulo, en un libro importante, ha puesto de manifiesto que
las composiciones de Velázquez no se habían realizado rápidamente
e in situ, sino que se habían elaborado lentamente siguiendo
un método practicado en los talleres de los siglos XVI y XVII.
Señaló también que Velázquez estudiaba y adaptaba los esquemas de
sus composiciones y los motivos visuales a partir de obras italianas,
francesas, alemanas y españolas anteriores. Es significativo que ese
cambio en la interpretación de la obra de Velázquez se haya
producido tan recientemente. Pero el aspecto tradicionalista de su
arte, se sigue subordinando a su aspecto moderno, como pintor de la
luz e impresionista.
En
este ensayo desarrollaré una contribución más detallada en la
dirección explorada por los trabajos de los maestros españoles
-contribución que, por otra parte, a pesar de ser paralela, se ha
elaborado con independencia de sus investigaciones. Después de
precisar lo que Velázquez ha extraído de la tradición, hay que
intentar discernir en qué se desvía para crear algo nuevo y osado.
Las filiaciones históricas deben completarse con una investigación
que guarde relación con la aportación verdaderamente personal del
artista.
La
crítica ha considerado a Las
Hilanderas,
hasta fecha muy reciente, como una escena de la vida de taller (1).
Se considera que esta obra representa la manufactura de tapices de la
Fabrica de la calle de Santa Isabel de Madrid. La composición consta
de dos escenas: en primer plano, se ve un taller donde unas
trabajadoras hilan la lana; en el fondo, hay una segunda habitación,
más pequeña, hacia la que conducen unos escalones y donde se
exponen las tapices. Se ha dicho que tres damas de la Corte están
examinando unos tapices que tienen la intención de comprar.
Una
mirada más atenta notará, sin embargo, que la manera en que los
personajes destacados del primer plano contrastan con los personajes
más reducidos del fondo corresponde a un tipo
de composición bien conocido por los Manieristas italianos y
flamencos del XVI tales como, por ejemplo, Sebastiano del Piombo,
Bassano, Tintoretto o Aertsen. Se ha sugerido también (Angulo lo ha
hecho) que las dos protagonistas del primer plano se habían
inspirado directamente en dos ignudi
del techo de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel. Harris ha hecho
notar, además, que los dos personajes centrales del último plano
(que, según ella, formarían parte del propio tapiz) representan
figuras mitológicas, a saber, Palas Atenea, “la diosa que preside
el oficio del trabajo con la aguja y del tejido de tapices”, y
probablemente Aracne, quien, habiendo osado desafiar a Palas en ese
terreno, fue castigada por ella, que la transformó en araña (2). E.
du Gué Trapier ha señalado que esos dos personajes no forman parte
del tapiz, sino que están de pie delante de él. En efecto, no se
encuentran al interior del borde del tapiz, sino en tierra, y el rayo
de luz que, viniendo de la izquierda, penetra en diagonal por la
habitación, determina igualmente el juego de sombras y de luz
alrededor de ellos. Por último Angulo ha avanzado la hipótesis de
que las tejedoras del primer plano no serían simples obreras, sino
que representarían igualmente personajes mitológicos. Ovidio, en el
libro sexto de sus Metamorfosis,
describe a Aracne como siendo de baja extracción y a Palas que
aparece por primera vez delante de ella disfrazada con rasgos de
anciana. Angulo ha supuesto, por tanto, que la joven ocupada en
enrollar la lana podría ser Aracne, mientras que la vieja en la
rueca sería, probablemente, Palas tal como se presentó antes de
revelarse como una diosa. Esta hipótesis parece tanto más plausible
cuanto que la anciana sostiene la rueca y que Palas, como se sabe, se
considera la inventora de la rueca. La diosa realiza el trabajo
principal produciendo la lana, mientras que la joven Aracne no se
ocupa más que de un trabajo secundario, es decir, de enrollarla. En
efecto, el mito dice que Aracne había
sido alumna de la diosa en el arte de la
tapicería.
Se puede señalar, igualmente, que hay detrás de la vieja una pila
de tapices terminados y, como contrapunto a estos, en la otra parte,
detrás de la joven, madejas de lana en bruto. En el primer plano,
tenemos, en consecuencia, una paráfrasis libre de la primera parte
del mito de las Metamorfosis.
Al fondo, tendríamos, pues, una ilustración de la segunda parte del
mito de Ovidio, en que Palas se revela como una diosa, con su casco y
armadura, enfrentando a la temeraria Aracne, que quiere rivalizar con
su maestra ejecutando por su cuenta una serie de tapices, el primero
de los cuales es El
rapto de Europa.
El
tapiz que se ve en Las
Hilanderas
detrás de Aracne representa, en efecto, un Rapto
de Europa,
que es una fiel versión de una pintura de Tiziano. Pintura que
pertenecía desde 1562 a la Corte de España, y que Velázquez debía
conocer y apreciar. En la actualidad se encuentra en el Museo Gardner
de Boston. En resumen, el lienzo de Velázquez representa, repartidos
entre el primer plano y el fondo, dos etapas sucesivas del mito de
Aracne, y esa supuesta pintura “de género” es, en realidad, una
pintura mitológica.
Pero
no se podría explicar todo por la inspiración tomada del libro
sexto de Ovidio. No se entiende de pronto por qué la Palas Atenea
disfrazada no se gira hacia la joven Aracne; no se comprende tampoco,
en el último plano, lo que hacen tres jóvenes elegantemente
vestidas ni por qué una
viola da gamba
(violoncelo, contrabajo) se encuentra allí. Se ha creído poder
reconocer en esos personajes del fondo a las lidias que rinden
homenaje a Palas Atenea en el momento en que ella se revela a Aracne
(Ovidio, VI, 44); sin embargo, mientras que Ovidio nombra a las
ninfas y mujeres de Lidia, en la edición ilustrada de la traducción
italiana de las Metamorfosis
por Ludovico Dolci, que formaba parte de la biblioteca de Velázquez,
las mujeres son cinco y la viola
da gamba
no existe. La viola
da gamba
ha dado lugar recientemente a una explicación ingeniosa. Se ha
supuesto que, ya que la música sirve de antídoto al veneno con que
la araña mata a las personas, Velázquez habría introducido ese
instrumento musical para aludir a la metamorfosis de Aracne en araña.
Pero esta interpretación presenta una doble dificultad: en primer
lugar, Aracne todavía no ha sido transformada en araña en Las
Hilanderas,
y, además, los textos citados en apoyo de esta explicación
mencionan otros instrumentos musicales y no una viola
da gamba
precisamente.
El
espectador de la obra percibirá un cierto contraste entre el primer
plano y el fondo. El nivel del taller es más bajo; la habitación
del fondo está elevada a la manera de una escena de teatro. La
primera habitación está en semisombra mientras que la segunda se
inunda de luz. La primera tiene un carácter plebeyo; la segunda es
elegante. Ese contraste no está inspirado en Ovidio y uno se
preguntaría por qué Velázquez ha dado esta estructura a su
composición. Si se contempla la escena del fondo sin pensar en el
mito de Aracne, el espectador asociaría inmediatamente a Palas y las
cuatro mujeres con el tema de “Palas, diosa de las Bellas Artes,
rodeada por las personificaciones de la Pintura, la Escultura, la
Arquitectura y la Música.” La Música estaría representada por la
joven de la izquierda, con su atributo, la viola
da gamba.
Aracne estaría en lugar de la Pintura (y del arte de la
Tapicería),
y su obra es, en efecto, una copia, como se ha dicho, de una célebre
pintura de Tiziano. La Escultura y la Arquitectura no presentan
atributos especiales, pero es probable que la joven del extremo
derecho, próxima a Aracne personifique a la Escultura, y que la
Arquitectura sea el personaje de espaldas, ya que ese arte juega un
papel subalterno respecto al tema de esta pintura.
La
escena del primer plano sería la representación de Palas como diosa
de la artesanía. El ritmo de los movimientos esbozados por el
trabajo de las mujeres se acentúa más intensamente. Las siluetas de
los dos personajes de izquierda y de los otros dos de derecha se
complementan mutuamente, formando, en cada caso, una composición
completa. Los dos conjuntos de grupos, bien que separadas por un
vasto intervalo, forman igualmente un conjunto recíprocamente
complementario.
Entre las diagonales de la rueca y del brazo extendido de la joven
Aracne, hay una correspondencia de movimientos recíprocos que hace
pensar en las partes móviles de una máquina. La fantasía del
espectador completa la serie de movimientos sugeridos y obtiene la
impresión general del trabajo coordinado de un gran número de
mujeres, a pesar de que no haya más que cinco en total, de las
cuales sólo dos trabajan intensamente.
El
suelo parduzco y los muros gris-marrón conforman un fondo neutro,
cálido, en el que los colores locales -rojo profundo, amarillo
parduzco, negro, azul-verde, lila rosáceo y blanco- se distribuyen
en el primer plano de una forma casi simétrica. Esas grandes manchas
de colores locales no llegan, sin embargo, a producir un todo
armonioso, en la medida en que el rayo de luz que penetra en la
habitación transforma los colores en “valores”.
Al
fondo, una luz solar difusa y cálida transfigura la realidad en una
especie de visión. Aquí Velázquez alcanza, por sus propios medios,
a crear una poesía de luz que recuerda a Vermeer de Delft. Un rayo
de luz, que penetra de manera diagonal en la estancia, inunda la
escena. De la misma forma que en Vermeer, el blanco de la pared y los
tres colores principales (que él ha escogido para las mujeres) -azul
marino, amarillo y rojo- se tornan fosforescentes. También como en
Vermeer, las manchas rojas, azules, amarillas y verdes del tapiz, y
de su borde, se funden en la lejanía en un todo vibrante (3).
Gracias al efecto luminoso, la realidad queda transformada en una
visión del espíritu: una visión cuya belleza etérea se acentúa
por el contraste que forma con los tonos más materiales y cálidos
del primer plano.
La
inspiración para esta escena del fondo la proporcionó probablemente
un grabado que representa a Palas Atenea con las personificaciones de
las Bellas Artes y la Música, que figura en las Vite
de
Baglioni, un libro que Velázquez debió conocer, puesto que consta
en el inventario de su bliblioteca. El tema fundamental de la
composición toda es, pues, la representación de Palas en tanto que
diosa de las Artes Mayores y Menores, con una alusión especial al
tejido del tapiz. Cabe señalar que se consideraba a Palas Atenea o
Minerva como la “dea lanificii”, y que la palabra “lanificium”
se consideró, durante toda la Edad Media y el Renacimiento, como que
designaba las artes mecánicas. Esta concepción explica la
estructura de la composición espacial, de la iluminación, del
colorido, de la distribución de los personajes y del tratamiento de
las formas. El mito de Aracne se introduce en este marco fundamental,
por así decir, a posteriori.
Es
característico que Velázquez haya distinguido las bellas artes de
la artesanía y que haya expresado su diferencia de rango y de
dignidad en la composición y en la iluminación de su lienzo.
Adoptando esta distinción, ha seguido a los teóricos neoplatónicos
del arte italiano de finales del siglo XVI y principios del XVII
-Armenini, Lomazzo, Zuccari y Romano Alberti- cuyas obras se
encontraban también en su biblioteca. En todos esos tratados se pone
en valor que la “idea” preconcebida en el espíritu del artista
-o disegno
interno-
es independiente de la realización de esta “idea” en la materia,
es decir, del
disegno esterno.
Esta separación entre arte y artesanía era un proceso paralelo a la
separación social que existía entre el artista y el artesano en el
siglo XVI.
Pero
Velázquez no es solamente un ilustrador de esta idea. A diferencia
de los teóricos del arte italianos, se da en Velázquez, a pesar de
todo, un parentesco estrecho entre arte y artesanía. La artesanía
presupone la “idea” de las bellas artes que ella lleva a
ejecución y, recíprocamente, el arte encarnado conduce de nuevo a
las bellas artes. Palas es la diosa de los dos ámbitos. Las
estrechas relaciones entre el primer plano y el fondo se expresan por
medio de sutiles métodos plásticos en la composición. Las líneas
diagonales de la rueca son paralelas al rayo de luz del fondo, y ese
rayo golpea a Aracne, que se encuentra en el primer plano, y la
conecta así con la escena del fondo.
Las
Hilanderas
contiene, por tanto, la esencia de la teoría del arte de Velázquez
-una teoría de la que no existen testimonios escritos. Velázquez
cree en una inspiración más alta de la idea artística y, por
consiguiente, a la sublimidad de las bellas artes en relación con la
artesanía, pero, al mismo tiempo, es consciente de la necesidad de
la artesanía sin la que ninguna idea artística podría ser
realizada. La unión de la idea con la artesanía conforman el
territorio del arte.
Lo
que resulta interesante en esta pintura es que el asunto mitológico
está tan íntimamente asociado a la realidad que el espectador cree
estar ante una escena de la vida cotidiana. La mitología es, para
Velázquez, no un mundo heroico, trascendente, como en las
concepciones declamatorias y heroicas de las maestros italianos, sino
una parte integrante de la realidad cotidiana. Con una fina ironía,
Velázquez ignora los límites que separan la realidad del mito. Lo
trascendente se vuelve inmanente, los dioses y los héroes se
convierten en seres humanos cotidianos, y la realidad pierde su
pesantez terrenal, transformándose en un mundo poético y
espiritual.
El
artista que poseía tal concepción de la dignidad y valor de las
bellas artes no era simplemente un Naturalista o un Impresionista.
Era, antes bien, un espíritu soberano, un verdadero Humanista. La
técnica impresionista se reviste aquí de una significación
especial totalmente diferente de la que tenía para los artistas del
siglo XIX. Es un medio de expresión de una realidad transformada en
una visión del espíritu.
Las
ideas de Velázquez sobre las bellas artes y la artesanía, tal como
se expresan en Las
Hilanderas,
se completan, en Las
Meninas,
con su concepción de la dignidad del artista en tanto que creador.
No
es fácil definir el asunto de este lienzo. ¿Se tratará del retrato
de la infanta Margarita con las Meninas de su corte personal, o del
retrato de la pareja real de Felipe IV y su esposa, Mariana de
Austria, personajes que se reflejan de medio cuerpo en el espejo del
fondo? ¿O tal vez lo sería del pintor mismo captado en el momento
de ejecutar la obra? Se podría también considerar que el tema de
esta pintura es un retrato de la familia real. Una antigua tradición
quería, en efecto, que en el centro de la pared del fondo de un
retrato de familia apareciera una imagen encuadrada de los
antepasados -o del antepasado- de la familia, a fin de que sus
miembros ya fallecidos pudieran participar en el retrato familiar.
Velázquez ha sido fiel a este antiguo tipo de representación,
añadiendo la idea ingeniosa de permitir que los mayores aparezcan en
un espejo, habida cuenta de que aún viven. Hay que imaginar al rey y
a la reina de pie delante del cuadro, como modelos, ante el pintor,
en una de las sobrias estancias del viejo palacio. La luz de esta
habitación parece haber sido dispuesta por el retratista. Llega por
la primera ventana de la derecha a fin de que -debemos suponer- los
modelos estén bien iluminados, mientras que los postigos de la
segunda y tercera ventana están cerrados, dejando al pintor en una
semi-sombra. (La luz llega también a través de la última ventana,
pero en menor cantidad y a una gran distancia por detrás del pintor.
La luz que penetra en el primer plano golpea al suelo color rosa
pálido; el techo está cubierto de semi-sombras de un verde-gris,
animadas por los chorros de luz que se encuentran cerca de la primera
y de la última ventana.)
La
Infanta, para hacer su visita, ha entrado con su séquito por la
puerta del fondo, que queda abierta. Se convierte así en el centro
del interés. Dos Meninas (damas de honor) la rodean, una de ellas,
arrodillada, le ofrece un tazón rojo, mientras que la otra le hace
una reverencia. Un poco más apartados del centro, de acuerdo con la
jerarquía de la Corte, figuran los guardadamas,
los enanos y el pintor de corte, Velázquez.
La
perfecta ilusión espacial y plástica, la apariencia verídica de la
luz, la belleza de los tonos gris plateados han sido perfectamente
descritos más de una vez. Pero la severa geometría de la
composición quizá no haya sido tan resaltada. Los marcos de las
pinturas en las paredes y el del espejo, así como el de la puerta
del fondo, forman un sistema de líneas verticales y horizontales que
determinan la posición de las cabezas de los personajes, de manera
que, lo que a primera vista parece una distribución debida al azar,
ha sido en realidad establecida a partir de un plan oculto
cuidadosamente pensado. Se produce una gradación triple de la
importancia de los personajes conforme a la distancia que los separa
del espectador: los del primer plano son los más plásticos -forman
un triángulo en la parte baja de la derecha, una especie de cuadro y
al mismo tiempo de realce, siguiendo un expediente secular; los del
plano intermedio son más pictóricos; los del fondo son como
sombras. La degradación de la luz va del centro a la periferia. El
vestido de satén blanco y la rubia seda de los cabellos de la
infanta reflejan el máximo de luz, al tiempo que los vestidos de las
Meninas (terciopelo verde oscuro, a la izquierda, y seda grisácea, a
la derecha) implican un menor foco de luz. Más apagados aún son los
personajes de la periferia -los enanos en terciopelo azul oscuro y
rojo; los personajes del tercer plano en negro.
El
personaje de la infanta
está pintado en claro sobre un fondo oscuro y, contrastando con
ella, el aposentador
forma una silueta oscura que se destaca sobre un fondo claro.
Los
tonos del lienzo entero están difuminados: una armonía fresca, de
un gris plateado, interrumpido por algunos acordes de manchas
escarlatas.
El
propio artista parece, a primera vista, no ser más que una figura
subalterna en esa escena de la Corte. Se mantiene delante de su tela
(un lienzo muy grande) frente a la pareja real a la que está
retratando. Es, sin embargo, el único que parece fuera de ese
conjunto de hierática rigidez. Parece poseído por la inspiración.
Su cabeza está ligeramente inclinada, como presa de una ensoñación,
y sostiene el pincel -como un poeta sostendría su pluma- con la
dulce presión de una mano maravillosamente dotada de espíritu. Es
un momento de suspenso -un momento de concentración sobre esa imagen
interior que los teóricos del momento llamaban el disegno
interno.
He ahí al pintor como creador soberano, apto, gracias a su don
divino, para recrear ese mundo visible en su interior. Se percibe en
él modestia y, al mismo tiempo, orgullo melancólico -modestia a
causa del rango de personaje periférico que se ha asignado a sí
mismo en la tela, orgullo a causa de su superioridad interior y su
independencia respecto a la vida de la corte. El mundo fantasma de la
Corte se torna el pretexto para el desarrollo de sus prometeicas
facultades internas. Él pinta de memoria (es decir, sin seguir a sus
modelos directamente), en un estado de embeleso soñador. Es la única
persona que parece no ser consciente de quienes le rodean.
Según
una tradición que procede de finales
de la Edad Media, la idea principal de una obra de arte se matiza por
la inserción, en una pintura, de cuadros cuyos asuntos puedan servir
para poner de relieve el tema principal a través de sus relaciones
tipológicas. Hay en el fondo de Las
Meninas
dos grandes cuadros. El de la izquierda representa a Palas
y Aracne
(según una composición de Rubens), y el de la derecha a Apolo
y Marsias (según
una composición de Jordaens). Las dos son leyendas que simbolizan la
victoria del arte divino sobre la artesanía humana, o la victoria
del arte verdadero sobre la impericia. Los dos muestran que el
talento de la expresión artística es la expresión de un principio
divino. Los dos cuadros en Las
Meninas
son comentarios que explican la actitud inspirada que el propio
Velázquez ha conferido a su retrato.
Los
artistas de la Edad Media y de comienzos del Renacimiento tenían la
costumbre de representar el momento mismo en que estaban ocupados en
la ejecución manual de sus obras: el pintor pintando, el escultor
esculpiendo -inclinados con humildad sobre esos trabajos a los que se
subordinan. En tiempos del Alto Renacimiento -en paralelo con la
elevación de la importancia social del artista- se ve, por primera
vez, retratos en que los artistas se representan en una actitud noble
y digna, ya no en el momento de trabajar, sino sosteniendo sea su
obra terminada, sea el proyecto de ella.. El trabajo manual,
considerado como carente de dignidad, deja de ser representado.
Velázquez, todo y que no se representa en el momento de la ejecución
material, se pinta sin embargo con el pincel en la mano. Pero se
encuentra en un momento de inspiración, concentrado en sus emociones
y pensamientos interiores. Se trata de uno de los primeros
autorretratos de artistas en el que se acentúa el proceso subjetivo
y espiritual de la creación en detrimento de la ejecución material
objetiva, que por otra parte no se disimula. Es el punto de partida
de las representaciones del siglo XVII, XVIII y comienzos de XIX, en
las que se encarna la inspiración subjetiva o “visión” del
artista (4). Habrá que esperar al Clasicismo y el Realismo del siglo
XIX para percibir una vuelta a la representación de la ejecución
material de la obra de arte (5).
Esta
concepción velazqueña del artista en tanto que genio creador ha
sido preparada por la filosofía italiana del Renacimiento. Marsilio
Ficino, Giordano Bruno, Galileo, tampoco ellos ponían el acento
sobre el trabajo material, sino sobre el “yo” del artista “capaz
de recrear el universo dentro de sí...”. “El alma del artista
contiene la realidad objetiva; lo que demuestra la supremacía del
espíritu sobre la materia.” El “alma” de Velázquez en Las
Meninas
contiene la realidad, y la proyección de ésta en la técnica “casi
impresionista” del lienzo es una imagen-espejo de una visión
interior del espíritu y no una simple imitación de la realidad
externa. En la conciencia de ese hecho reposa, sin duda, el misterio
del “realismo espiritual” de Velázquez.
(traducción del francés: Carlos Campa Marcé)
[N.T.1]
En alemán en el original, ofrezco la traducción de Pedro Marrades
en Carl Justi: Velázquez
y su siglo,
Espasa Calpe, Madrid, 1953, p.743 y 744)
(1)
Se sabe que esta pintura sufrió considerablemente por el incendio de
1734. Parece que la tela era más reducida en su origen y que la
composición se veía, en consecuencia, más compacta y más
semejante a las composiciones del XVI, es decir, a la de Pierre
Aersten o la de Bassano. El límite superior del lienzo se
encontraba, en su origen, por encima del tapiz del fondo,
aproximadamente a la altura de la parte superior de la escalera. Y
terminaba a la izquierda justo después del brazo de la mujer que se
encuentra en ese lado. Parece que después del incendio de 1734 el
lienzo se agrandó. El efecto aéreo del espacio que nosotros
percibimos hoy no formaba parte de las intenciones originales de
Velázquez.
(2)
Antes de Harris, al
personaje del casco a veces se lo consideraba como masculino (Justi),
y a veces se lo reconocía con justeza como Palas; Aracne ha sido en
ocasiones considerada como Juno.
(3)
Es verosímil que sus contemporáneos holandeses -Pieter de Hooch o
Vermeer, por ejemplo- hayan influido en Velázquez. Un influjo de
Vermeer sobre la escena de fondo de Las
hilanderas
no entraría en contradicción con los datos cronológicos. El cuadro
de Mujeres
leyendo una carta,
de Vermeer, en Dresde, fue pintado el mismo año que Las
hilanderas,
1657.
(4)
Por ejemplo, La
visión del escultor,
de Fragonard, que estuvo en la colección David-Weill; Miguel
Ángel en su taller,
de Delacroix, en el Museo Fabre, en Montpellier.( El autor no conoce
más que un solo autorretrato anterior de un artista en el que se
subraye el proceso subjetivo de la creación: es el dibujo de
Grünewald, en Erlangen, que data de 1529.) Se puede llamar la
atención sobre el autorretrato tardío de Rembrandt, en el Louvre,
ejecutado por las mismas fechas que Las
Meninas
de Velázquez. Rembrandt se representa también con su pincel en mano
delante de la tela, no en el momento de la ejecución, sino, como
Velázquez, en el momento de la contemplación. Hay, sin embargo, una
diferencia. Mientras que Velázquez está poseído por la
inspiración, la contemplación de Rembrandt se concentra en el mundo
exterior.
(5)
Por ejemplo, El
taller de Houdon,
de Boilly, Museo de Artes Decorativas, en París, y Museo de
Versalles; El
taller de J. L. David,
de Cochereau, en el Louvre, París; Un
taller en Batignolles,
de Fantin-Latour, en el Louvre, París; El
taller del pintor
(1870), de Bazille, en el Louvre, París, etc.
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