Cuando Viqui Prado me
anunció que se iba a representar Los
persas, de Esquilo, como clausura del XIX Festival de Teatro Grecolatino de
Sagunto, me dije que era una cita a la que no podía faltar. De una lejana
lectura de la obra recordaba que me había gustado enormemente, y esas cuestiones ya
tópicas, que repito en clase de Literatura Universal, pero no por ello menos
conmovedoras, como el hecho de que, curiosamente, en este primer drama que nos
ha llegado de los griegos, se da la voz al enemigo. La obra se centra no en los
griegos, ni en sus problemas o –en este caso- victorias, sino en la desdicha
del pueblo persa derrotado en Salamina. Resulta asombroso en esta sociedad en
que vivimos, donde entendemos que al enemigo ni agua, que Esquilo, un guerrero
de Maratón él mismo, y tal vez de Salamina, tenga ese gesto que hoy
calificaríamos de liberal.
La tarde amenazaba lluvia, y los que nos acercábamos al
teatro ayer sábado 13 de junio, hacíamos cábalas y cruzábamos los dedos (ya no
sabemos rezar) para que el tiempo aguantara y no desluciera la representación.
Pero a los pocos minutos de comenzar el montaje del Grupo Helios de Madrid, con
la presencia impactante del coro de persas en escena, comenzaron a caer gotas
del cielo, que fueron a más durante la obra y arreciaron en la parte final, sin
llegar a la tromba de agua que en esos momentos caía en la ciudad de Valencia,
como supe después. El público, estoico, aguantó lo que pudo, aunque, conforme
aumentaba el caudal de lo que caía, se iba retirando a sus cuarteles de
invierno, o abandonaba el teatro. Los técnicos de sonido, para evitar un
cortocircuito o males mayores, fueron retirando los micrófonos al borde del
escenario y los altavoces, con lo cual la lucha era entonces doble, contra la
inclemencia atmosférica y contra la escasez sonora, que hacía que las voces de
los actores llegaran al público limitadamente. Eso no quita que los actores,
que también se mojaban como el público, a causa de las rachas de agua, a pesar
de estar cubierta la escena, bajaran un ápice en su implicación y en su
esfuerzo artístico, y bien podemos decir que, a pesar de los pesares, el
montaje resultó excelente, y los últimos de Filipinas, que resistimos hasta el
final, les respondimos con una larga ovación sonoramente menguada por el exiguo
número de los que para entonces quedábamos.
Ahora bien, todos esos inconvenientes de esa
representación memorable, en mi caso particular han tenido un efecto positivo,
cual es la relectura de la obra. Y entonces encuentro en ella, entre mil y un
detalles interesantes, dos cosas que me han llamado mucho la atención.
La primera es el exquisito juego con el punto de vista
que practica Esquilo. Si, por una parte, deja hablar a los persas, los vencidos
en esa ocasión histórica; por otra parte, su lenguaje está lleno de la mirada
griega: desde denominarse a sí mismo bárbaros,
hasta invocar a los dioses griegos (ese Zeus que domina todos y cada uno de los
hechos) o defender instituciones griegas: cuando la Reina persa pregunta al
Corifeo quién acaudilla a sus enemigos, éste le responde: “No se llaman
esclavos ni vasallos de nadie.” ¿Podríamos asistir a una defensa más nítida de
la democracia griega, por parte de un pueblo dominado por reyes que son cuasi
divinos?”
La otra cosa que más me llamó la atención fue la
presencia, hacia el final de la obra, en el diálogo entre el Jerjes que regresa
en harapos, derrotado, y el coro, de un ubi
sunt? puesto en boca de este último: “¿Dónde está la otra muchedumbre de
los tuyos? ¿Dónde están los que combatían a tu lado, Farandaces, Susas, Pelagón
(…)?” y algo después “¿Dónde está tu Farnuco, y el valiente Ariomardo?” y aún
continúa un buen rato con las interrogaciones.
¿Será que este tópico, que creemos latino, y especialmente
medieval, aparece por primera vez en la primera tragedia griega que se
conserva?
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