domingo, 12 de abril de 2020

Cómo leía Menéndez Pelayo, según Gregorio Marañón

Releyendo unas páginas de Gregorio Marañón, en que evoca sus recuerdos infantiles de Don Marcelino, encuentro la respuesta a una pregunta que me planteaba yo en un lejano post (https://ccm-cidehamete.blogspot.com/2014/07/menendez-pelayo-peter-kien-y-los-e-book.html), aquel que trataba de Pelayo, Kien y los e-books, y donde comentaba el encuentro con un guía-hagiógrafo de la casa natal del ilustre santanderino y la anécdota que nos contó de los 30 libros diarios que leía. Pues bien, el hagiógrafo basaba su anécdota en este texto de Marañón:


Al lado de estos recuerdos profundos están otros más epidérmicos, pero a veces más pintorescos. Recuerdo, por ejemplo, la impresión que nos hacía de muchachos el ver la multitud de libros que don Marcelino llevaba siempre en el bolsillo, cuando hacía su viaje en el tranvía de vapor desde su casa a la playa de El Sardinero; ya deteniéndose en casa de Galdós, ya continuando sin interrupción el viaje de vuelta a la capital. Muchas veces le acompañamos, sentados silenciosamente a su lado. Uno de sus biógrafos dice, informado por admiradores apasionados del maestro, que este leía los volúmenes inagotables que exigía su sed de saber, de cabo y rabo y con minuciosa atención. Esto no es cierto. Sin duda se eternizaría leyendo y desmenuzando los libros fundamentales. Pero en las obras y documentos que le servían de información habitual o que tenía que leer por compromiso o con la esperanza de encontrar algún dato útil a su labor, es cierta, certísima la fama de la asombrosa rapidez con que los devoraba.
Un volumen corriente de 300 o 400 páginas no duraba para su atención de lector más que unos quince a treinta minutos, y a veces menos. Con instinto maravilloso, agudizado por la experiencia de inigualado lector, sabía, desde que abría el volumen, dónde estaban esas dos o tres páginas esenciales que tienen todos los libros, ese “algo bueno” que contiene hasta el libro más malo, según la sentencia que Don Quijote no inventó, pero sí inmortalizó. Y, sin vacilar, sin rodeos vanos, por la selva de la retórica, se iba derecho hacia esas páginas, sin que el instinto le fallase jamás. El lector más atento de cualquiera de esas obras no podría dar cuenta de su contenido, después de varias horas de su lectura, como la daba el maestro, tras aquel vuelo rapidísimo sobre sus páginas, que tenía mucho de juego de mental prestidigitación.
Con esta técnica despachaba tres o cuatro volúmenes en cada viaje. El examen del último ocurría, por lo común, durante la estación que al terminar hacía, antes de entrar en su casa, en el famoso café del Áncora, famoso sobre todo por haber sido durante tantos años objeto de las visitas sistemáticas del insigne escritor.
(Gregorio Marañón, en “Menéndez y Pelayo y España (Recuerdos de la niñez)”, recogido en Tiempo viejo y tiempo nuevo.)

Sólo que el hagiógrafo había multiplicado por diez los datos enunciados por Marañón.

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