martes, 23 de mayo de 2023

De nuevo con Gaya Nuño sobre el bodegón, o mejor aún, la naturaleza viva

 


El viajero que, desde la meseta, se dirige al interior de Cantabria, tras abandonar el Páramo de la Masa y emprender el exigente descenso del puerto de La Mazorra, avista desde las alturas el pueblo de Valdenoceda, situado en un valle cautivador, en el que destaca una soberbia torre exenta.

 


Siempre que me ocurrió descender ese puerto (y ha sido muchas veces en mi vida, a Dios gracias) sentía una extraña sensación anímica: por una parte, la belleza del panorama, con la torre y la población al fondo;  por otra, la fuerza totémica de esa maravillosa torre. Pero con ser mucha la belleza y el poder de atracción de todo ello, no bastaba a explicar el sobrecogimiento y congoja que me poseía mientras bajaba, y que no se me pasaba hasta que, pasado el pueblo, me topaba con el río Ebro en una estrecha garganta. Entonces acudían otro tipo de emociones, acompañadas por el poderoso vuelo de las águilas y la atención al tomar las curvas.

 


Años después supe que en tan hermoso paraje había existido una prisión, adonde, tras la guerra civil, se llevó a muchos presos republicanos, bastantes de los cuales allí dejaron sus vidas. Pensé entonces que era el dolor y sufrimiento acumulado en ese espacio lo que me generaba esa extraña sensación de deslumbramiento y congoja que me poseía siempre al pasar por allí. Más tarde aún supe que en esa prisión estuvo recluido Juan Antonio Gaya Nuño, uno de los más notables historiadores y críticos de arte que en nuestro país ha habido.

 

Todo se concitaba para hacer de ese espacio algo único: la belleza del panorama, el tótem de la torre, el dolor de los reclusos y el espíritu impar de uno de ellos.

 

Hoy vuelvo a traer al blog un texto de Gaya Nuño, una reflexión sobre los bodegones de Zurbarán, tomada de su introducción a La obra pictórica completa de Zurbarán (Noguer Rizzoli Editores, 1976):

 

“Vengamos ahora al encuentro de otro amor, el dedicado a las cosas. Años hace desde que empecé a hablar de naturalezas vivas en oposición a la expresión tradicional y equivocada de naturalezas muertas con que se pretendía hacer más elegante un término mandado retirar, el de “bodegón”. Término que con todo su innegable casticismo conlleva demasiado aroma a cocina y que queda prohibido en cualquier utilización de cara a Zurbarán. Se podrían aceptar las palabras inglesa y alemana que aluden a una inercia de las cosas, pero la aceptación sería equívoca. Los objetos de Zurbarán no están inertes, ni mucho menos muertos. Viven su vida y nos comunican su magia.

 

Son pocos sus cuadros de semejante estirpe, pero trascendentales. Uno es el que se conocía comúnmente como el de Contini-Bonacossi, aunque recientemente haya pasado a ser propiedad de una colección de Los Ángeles. Si lo describimos como presentando un plato de metal conteniendo limones, un cestillo del que rebosan naranjas y otro plato con una taza de chocolate y una rosa, no hacemos nada sino describir algo indescriptible y minimizar lo que, pese a sus reducidas dimensiones -0,60 por 1,07 m.-, es pintura absolutamente gloriosa. De una frescura conceptiva, de una luz interior, de una magnificencia recogida en sí misma que sorprenden y enamoran. El Zurbarán católico, el Zurbarán pintor de la Contrarreforma se nos muestra aquí panteísta, al conceder semejante entidad propia a unos frutos muy comunes, a una taza y una rosa. Si él supo de la prodigiosa condición solemne de las cosas, ¿cómo no habríamos de entenderla nosotros? ¿Ni cómo habría dejado Cézanne de participar de este disfrute de semejante toma de contacto con la realidad tan próximo a él?




 Destacando también de la tiniebla, como la obra acabada de loar, otra maravilla no inferior, y con la fortuna para nosotros de figurar entre lo mejor del Museo del Prado. Se advertirá que no está firmada ni fechada como la anterior, pero ni la vista ni el corazón pueden engañarnos en la atribución, universalmente admitida. Ahora no se trata de alimentos, sino de recipientes. Se alinean sobre la misma tabla una copa de bronce sobre un plato  de peltre, una anforilla popular, de barro blanco, una pequeña alcazarra roja y una orcita blancogrisásea, también sobre un plato metálico. Nada más, sino la dignidad del porte, la discreción material de cada vasija, el divino orden con que las cosas están preparadas y dispuestas; no dispuestas para la contemplación, sino más bien por la jerarquía que les es debida. El cuantioso cuadro -0,46 por 0,84 m.- es todavía más pequeño que el de los limones y las naranjas, y hasta puede ocurrir que por su parva extensión sea poco mirado por los visitantes del Prado. Pecado nada leve. Uno de los merecimientos máximos de nuestra excelsa pinacoteca es la posibilidad de inclinarse ante tan impar maravilla.”  (pág. 9)

 


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