VIRGILIO: Eneida, libro VI
«¡Lejos, quedaos lejos, profanos! -exclama la vidente-, ¡alejaos del bosque entero!;
y tú emprende el camino y saca la espada de la vaina:
ahora, Eneas, valor precisas y ahora un ánimo firme.»
Sólo esto dijo fuera de sí y se metió por la boca del antro;
él con pasos resueltos alcanza a la guía que se escapa.
Dioses a quienes cumple el gobierno de las almas y sombras calladas
y Caos y Flegetonte, mudos lugares de la inmensa noche:
pueda yo repetir lo que sé, pueda por vuestro numen
abrir secretos sepultados en la calígine del fondo de la tierra.
Iban oscuros por las sombras bajo la noche solitaria
y por las moradas vacías de Dite y los reinos inanes:
como el camino bajo una luz maligna que se adentra en los bosques
con una luna incierta, cuando ocultó Júpiter el cielo
con sombra y a las cosas robó su color la negra noche.
Ante el mismo vestíbulo y en las bocas primeras del
Orco el Luto y las Cuitas de la venganza su cubil instalaron,
y habitan los pálidos Morbos y la Senectud triste,
y el Miedo y Hambre mala consejera y la Pobreza torpe,
figuras terribles a la vista, y la Muerte y la Fatiga;
el Sopor además, pariente de la Muerte, y los malos Gozos
de la mente, y, en el umbral de enfrente, la guerra mortal
y los tálamos de hierro de las Euménides y la Discordia enfurecida
enlazado su cabello de víboras con cintas ensangrentadas.
En medio extiende sus ramas y los brazos añosos
un olmo tupido, ingente, donde se dice que habitan
los sueños vanos, agazapados bajo sus hojas.
Y muchas visiones además de variadas fieras,
los Centauros tienen sus establos en esta puerta y las Escilas biformes
y Briareo el de cien brazos y de Lerna el horrísono
monstruo, y la Quimera armada de llamas,
Gorgonas y Harpías y la figura de la sombra de tres cuerpos.
Empuña entonces Eneas su espada presa de un miedo
repentino y ofrece su agudo filo a los que llegan,
y, si su docta compañera no le mostrase las tenues vidas
sin cuerpo que vuelan fantasmas de una imagen hueca,
se lanzaría y en vano azotaría a las sombras con su espada.
De aquí el camino que lleva a las aguas del Aqueronte del Tártaro.
Turbio aquí de cieno y de la vasta vorágine un remolino
hierve y eructa en el Cocito toda la arena.
Un horrendo barquero cuida de estas aguas y de los ríos,
Caronte, de suciedad terrible, a quien una larga canicie
descuidada sobre el mentón, fijas llamas son sus ojos,
sucio cuelga anudado de sus hombros el manto.
Él con su mano empuja una barca con la pértiga y gobierna las velas
y transporta a los muertos en esquife herrumbroso,
anciano ya, pero con la vejez cruda y verde de un dios.
Hacia estas riberas corría toda una multitud desparramada,
mujeres y hombres y los cuerpos privados de la vida
de magnánimos héroes, y muchachos y muchachas solteras,
y jóvenes colocados en la pira ante la mirada de sus padres:
como todas esas hojas en las selvas con el frío primero del otoño:
caen arrancadas, o todas esas aves que se amontonan
hacia tierra desde alta mar, cuando la estación fría
las hace huir allende el ponto y las arroja a tierras soleadas.
De pie estaban pidiendo cruzar los primeros
y tendían sus manos por el ansia de la otra orilla.
Pero el triste marino a éstos o a aquéllos acoge,
mas a otros los mantiene alejados en la arena de la playa.
Así pues, Eneas, asombrado y emocionado por el tumulto:
«Dime, virgen -exclama-, ¿qué quiere el gentío de la orilla?
¿Qué buscan las almas? ¿Con qué criterio unas dejan las riberas
mientras surcan otras las lívidas aguas con sus remos?»
Así le repuso la longeva sacerdotisa en pocas palabras:
«Hijo de Anquises, retoño bien cierto de los dioses,
estás ante las aguas profundas del Cocito y la laguna estigia,
por la que temen jurar los dioses y engañar a su numen.
Toda esta muchedumbre que ves es una pobre gente sin sepultura;
aquél, el barquero Caronte; éstos, a los que lleva el agua, los sepultados.
Que no se permite cruzar las orillas horrendas y las roncas
corrientes sino a aquel cuyos huesos descansan debidamente.
Vagan cien años y dan vueltas alrededor de estas playas;
sólo entonces se les admite y llegan a ver las ansiadas aguas.»
Se paró y detuvo sus pasos el hijo de Anquises
mucho pensando y lamentando en su pecho la suerte inicua.
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