Todos convinimos en que, después de las gesticulaciones futuristas y ultraístas, el surrealismo contenía una mayor carga de posibilidades estéticas. El ultraísmo había agotado muy pronto sus pirotecnias y sus caligramas. En cuanto al futurismo, todavía más “exterior”, bien pudimos decir que presenciamos su entierro cuando asistimos, con innegable curiosidad, a una pintoresca conferencia que su inventor, Filippo Tommasso Marinetti, pronunció en el teatro Novedades de Barcelona, en febrero de 1928, que fue una confesión lamentable de teatralismo y vaciedad. En cambio, el surrealismo tenía una mayor fuerza intencional y una más honda trascendencia histórica. Aprendíamos a rastrear, en efecto, actitudes presurrealistas en El Bosco, en Goya, en Blake, en Lautréaumont, en Nerval, en Raymond Radiguet. Aquel “automatisme psychique pur” que nos recomendaba Bréton era la llave que nos introducía en hondas y deleitables simas inexploradas. El mundo subconsciente –con su gelatinosa fluidez de acuario- abría mundos de tremenda fuerza creadora –que no pudieron sospechar siquiera los poetas clásicos-. Todo un océano de misterio y de poesía invitaba al buceo y a la aventura estética. Denominar a nuestra tertulia “grupo de los surrealistas” tenía, pues, un cierto sentido definidor de nuestra estimación por esta importante posibilidad de “invención” de mundos.
(Guillermo Díaz-Plaja: Memoria de una generación destruida (1930-1936), p. 74)
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