Alguna vez calificó Borges a Alfonso Reyes de "el certero" y ello probablemente en el doble sentido que recoge el diccionario académico de "acertado", pero también de "sabedor", "bien informado". Quiero creer que el uso en aposición del sintagma permite leerlo también como "el que habitualmente acierta", "el que acostumbra a hacerlo". Borges, sin duda, también lo era, y uno de sus muchos aciertos fue el título que le puso a su ensayo sobre El Quijote: "Magias parciales del Quijote". Ensayo en el que pone de relieve un tema fundamental en la novela: el tema especular de la obra dentro de la obra, que tanta inquietud y reflexión provocan en quien se topa con él, sea en el Quijote, Hamlet o Las Mil y una Noches (obras a que alude el mago argentino), sea en Las Meninas o Cien años de soledad (por citar otras que no toma en consideración). Bien es verdad que Borges se basa en la presencia de La Galatea en la librería del hidalgo, mientras que el momento central de la presencia especular de la obra dentro de la obra lo constituye, para mí, el deambular del narrador por Toledo en busca de una continuación para su obra que se le ha quedado en suspenso como las armas de don Quijote y el vizcaíno en el cap. 8, y el posterior encuentro de un cartapacio con papeles en caracteres arábigos que resulta ser la historia del ingenioso hidalgo. Mi pasaje preferido de la obra, que, por ello mismo, no voy a comentar.
Pero me estaba refiriendo a lo acertado del título borgesiano, y es que, en efecto, cualquier acercamiento al texto cervantino tiene por fuerza que ser parcial. Es tan grande la cantidad de aspectos valiosos y significativos de la obra (mágicos podríamos decir) que impide cualquier aproximación totalizadora.
Querría hoy posar mi mirada en dos breves pasajes de tan magna obra.
El primero se encuentra en el Prólogo de la Primera Parte, y se produce cuando, en plena crisis de melancolía ante la página en blanco, se le aparece al autor un amigo que con sus consejos le va a sacar de su marasmo creativo.
Le está aconsejando sobre cómo parecer "hombre erudito en letras humanas y cosmógrafo" (en una sutil diatriba literaria con Lope de Vega, "el Fénix de los ingenios", hacia quien se dirigen sus dardos en este y otros momentos de la obra).
Entonces le dice:
Tras esto, para mostraros hombre erudito en letras humanas y cosmógrafo, haced de modo como en vuestra historia se nombre el río Tajo, y veréisos luego con otra famosa anotación, poniendo: «El río Tajo fue así dicho por un rey de las Españas; tiene su nacimiento en tal lugar y muere en el mar Océano, besando los muros de la famosa ciudad de Lisboa, y es opinión que tiene las arenas de oro», etc. Si tratáredes de ladrones, yo os diré la historia de Caco, que la sé de coro; si de mujeres rameras, ahí está el obispo de Mondoñedo, que os prestará a Lamia, Laida y Flora, cuya anotación os dará gran crédito; si de crueles, Ovidio os entregará a Medea; si de encantadores y hechiceras, Homero tiene a Calipso y Virgilio a Circe; si de capitanes valerosos, el mesmo Julio César os prestará a sí mismo en sus Comentarios, y Plutarco os dará mil Alejandros. Si tratáredes de amores, con dos onzas que sepáis de la lengua toscana, toparéis con León Hebreo que os hincha las medidas. Y si no queréis andaros por tierras estrañas, en vuestra casa tenéis a Fonseca, Del amor de Dios, donde se cifra todo lo que vos y el más ingenioso acertare a desear en tal materia. En resolución, no hay más sino que vos procuréis nombrar estos nombres, o tocar estas historias en la vuestra, que aquí he dicho, y dejadme a mí el cargo de poner las anotaciones y acotaciones; que yo os voto a tal de llenaros las márgenes y de gastar cuatro pliegos en el fin del libro.
Ahora bien, el fragmento específico al que me referiré es el que está en cursiva:
si de mugeres rameras [tratáredes], ahi está el Obispo de Mondoñedo, que os prestará a Lamia, Layda y Flora, cuya anotacion os dara gran crédito;
La risa que me provoca este pasaje cada vez que a él me acerco complacería a su autor, y es que es uno de esos momentos de la obra en que Cervantes hace un uso magistral de su endiablada ironía.
El obispo de Mondoñedo (y Cervantes utiliza muy intencionadamente su dignidad en lugar de su nombre, para que contraste agudamente con el asunto de que se trata: de rameras, ni más ni menos) no es otro que fray Antonio de Guevara, el autor español de mayor éxito internacional en el siglo XVI, con obras como Relox de Príncipes y Libro de Marco Aurelio o Menosprecio de corte y alabanza de aldea, y que en la número 63 de la Primera Parte de sus Epístolas familiares (otra obra de gran éxito, muy leída por Cervantes y Montaigne), trata de las "tres más hermosas y más famosas rameras" de la Antigüedad (Lamia, Layda y Flora, como puntualmente refiere el amigo de nuestro narrador).
Se trata del "autor que con mayor desenfreno había abusado en sus libros de autoridades apócrifas y erudición fantaseada" (en palabras de Márquez Villanueva, autor de un sugestivo estudio sobre el seminal influjo de Guevara en Cervantes y especialmente en la creación del narrador poco fidedigno que es Cide Hamete Benengeli: recogido en Fuentes literarias cervantinas).
Guevara, cuyo falaz erudición fue desmontada en su época por el humanista soriano Pedro Rhúa en unas Epístolas censorias de 1540, donde ponía de manifiesto sus invenciones y falsedades, ha merecido en nuestros días calificaciones como las siguientes: "aquel autor que nunca dijo verdad si pudo echar un embuste" (Márquez Villanueva, pág. 187) o "insigne mixtificador" en palabras de Lázaro Carreter, que también se refiere a "la inmensa desfachatez guevariana"; pero una caracterización bastante pormenorizada de su modo de proceder -con alusión explícita al pasaje que comentamos- ya la había hecho Marcelino Menéndez y Pelayo, en sus Orígenes de la novela, al que cito:
"Todos los libros profanos de Fray Antonio de Guevara, sin excepción alguna, están hechos de citas falsas, de autores imaginarios, de personajes fabulosos, de leyes apócrifas, de anécdotas de pura invención, y de embrollos cronológicos y geográficos, que pasman y confunden. Aun la poca verdad que contienen está entretejida de tal modo con la mentira, que cuesta trabajo discernirla. Tenía, sin duda, el ingeniosísimo fraile una vasta y confusa lectura de todos los autores latinos y los griegos que hasta entonces se habían traducido, y todo ello lo baraja con las invenciones de su propia fantasía, que era tan viva, ardiente y amena. Lo que no sabe, lo inventa; lo que encuentra incompleto, lo suple, y es capaz de relatarnos las conversaciones de las tres famosas cortesanas griegas Lamia, Laida y Flora, como si las hubiese conocido."
Como comprenderéis, citar al obispo de Mondoñedo como autoridad que ha de proporcionar "gran crédito" es una ironía tan hiperbólica que nos hace reír a mandíbula batiente.
El otro pasaje al que querría referirme es el de la descripción de Dulcinea que tiene lugar en el cap. XIII de la Primera Parte.
—Luego si es de esencia que todo caballero andante haya de ser enamorado —dijo el caminante—, bien se puede creer que vuestra merced lo es, pues es de la profesión. Y si es que vuestra merced no se precia de ser tan secreto como don Galaor, con las veras que puedo le suplico, en nombre de toda esta compañía y en el mío, nos diga el nombre, patria, calidad y hermosura de su dama, que ella se tendría por dichosa de que todo el mundo sepa que es querida y servida de un tal caballero como vuestra merced parece.
Aquí dio un gran suspiro don Quijote y dijo:
—Yo no podré afirmar si la dulce mi enemiga gusta o no de que el mundo sepa que yo la sirvo. Solo sé decir, respondiendo a lo que con tanto comedimiento se me pide, que su nombre es Dulcinea; su patria, el Toboso, un lugar de la Mancha; su calidad por lo menos ha de ser de princesa, pues es reina y señora mía; su hermosura, sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a sus damas: que sus cabellos son oro, su frente campos elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve, y las partes que a la vista humana encubrió la honestidad son tales, según yo pienso y entiendo, que solo la discreta consideración puede encarecerlas, y no compararlas.
—El linaje, prosapia y alcurnia querríamos saber —replicó Vivaldo.
A lo cual respondió don Quijote:
—No es de los antiguos Curcios, Gayos y Cipiones romanos, ni de los modernos Colonas y Ursinos, ni de los Moncadas y Requesenes de Cataluña, ni menos de los Rebellas y Villanovas de Valencia, Palafoxes, Nuzas, Rocabertis, Corellas, Lunas, Alagones, Urreas, Foces y Gurreas de Aragón, Cerdas, Manriques, Mendozas y Guzmanes de Castilla, Alencastros, Pallas y Meneses de Portugal; pero es de los del Toboso de la Mancha, linaje, aunque moderno, tal, que puede dar generoso principio a las más ilustres familias de los venideros siglos. Y no se me replique en esto, si no fuere con las condiciones que puso Cervino al pie del trofeo de las armas de Orlando, que decía:
Nadie las mueva
que estar no pueda con Roldán a prueba.
Es una descriptio en que Cervantes parodia la retórica petrarquista haciéndola estallar por hiperbólica acumulación de atributos. Lo habitual en poemas de esa tradición es hacer referencia a tres o cuatro atributos de la amada, con sus consiguientes correlatos metafóricos (pensemos en los celebérrimos "collige, virgo, rosas" de Garcilaso y Góngora: los que comienzan con "En tanto que de rosa y azucena" y "Mientras por competir con tu cabello"). En algún caso se extienden hasta seis o siete atributos (nueve como máximo tengo documentado en un soneto castellano de Camôes, que os leo a continuación).
De piedra, de metal, de cosa dura,
El alma dura ninfa os ha vestido,
Pues el cabello es oro endurecido,
Y mármol es la fronte en su blancura.
Los ojos, esmeralda verde y escura;
Granata las mejillas; no fingido,
El labio es un robí no poseído;
Los blancos dientes son de perla pura.
La mano de marfil, y la garganta
De alabastro, por donde como yedra
Las venas van de azul muy rutilante.
Mas lo que más en toda vos me espanta,
Es ver que, por que todo fuese piedra,
Tenéis el corazón como diamante.
El poema (dirigido a otra "amada enemiga"), a pesar del exceso metafórico, se mueve dentro de los cauces habituales de la pedrería petrarquista.
Pero Cervantes riza el rizo, lleva la acumulación paródica hasta un extremo y cita once atributos metafóricos que convierten a la pobre Dulcinea en un monstruoso cuadro de Arcimboldo. La carcajada, de nuevo, resulta inevitable.
Y sin embargo, como de detalles estamos hablando, no llegaré a comentar esta descriptio, porque ocurre que la abre un sintagma, "la dulce mi enemiga", que ofrece ya suficiente pábulo a nuestra reflexión.
Edward M. Wilson abre su estudio sobre el estribillo que comienza "De la dulce mi enemiga" (en el que extrañamente no cita esta ocurrencia de la descripción de Dulcinea) con otro momento del Quijote, cuando la condesa Trifaldi cuenta la historia de la caída de la infanta Antonomasia, seducida por don Clavijo.
Dice la Trifaldi:
"Pero lo que más me hizo postrar y dar conmigo por el suelo fueron unas coplas que le oí cantar una noche desde una reja que caía a una callejuela donde él estaba, que si mal no recuerdo decían:
De la dulce mi enemiga
nace un mal que al alma hiere,
y, por más tormento, quiere
que se sienta y no se diga." (D. Quijote, 2, 38)
Wilson, en su estudio, rastrea este estribillo hasta llegar al original italiano del poeta de finales del XV Serafino Aquilano. La versión en castellano más antigua es un villancico de Gabriel Mena que se halla en el Cancionero musical de Palacio. El estudioso inglés va repasando versiones y más versiones (un soneto de Montemayor, distintas glosas…) hasta llegar a una temprana letrilla de Góngora en que parodia el motivo, cuyo estribillo es:
Manda Amor en su fatiga
Que se sienta y no se diga;
Pero a mí más me contenta
Que se diga y no se sienta.
Y en cuyo cuerpo suelta lindezas como la que transcribo:
Mande Amor lo que mandare
Que yo pienso muy sin mengua
Dar libertad a mi lengua
Y a sus leyes una higa.
Ahora bien, señala Wilson cómo la paradoja "dulce enemiga" era frecuente ya en la poesía de Petrarca ("la dolce mia nemica", Canzone LXXII, "la dolce et acerba mia nemica", Canzone XXIII, etc.) y lo será luego en los petrarquistas (Garcilaso, Cetina, Camôes, Herrera…), indicando los vasos comunicantes que se producen entre la tradición italianizante y la popular en nuestra poesía.
Lo curioso es que Cervantes recoge en el Quijote ambas tradiciones: la popular en el villancico que hemos referido y la petrarquesca, sin duda, al comenzar la descripción de Dulcinea, puesto que de un ejercicio de leso petrarquismo se trata.
Se le podría decir a Cervantes, mutatis mutandis, lo que dice el rey al poeta en el maravilloso cuento de Borges "El espejo y la máscara": "Si se perdiera toda la literatura de Irlanda -omen absit- podría reconstruirse sin pérdida con tu clásica oda."
Y es que leyendo a Cervantes tenemos la sensación de que en su obra está recogida toda la tradición literaria existente hasta el momento. Y que su obra está a cada paso cuajada de "magias parciales".
De la misma manera en que el músico alemán Carl Maria von Weber escribió una invitación a la danza y Fernando Savater una invitación a la ética, creo que todo ensayo de crítica literaria no es más que una invitación a la lectura. Así que cierro este escrito invitándoos a leer a Reyes, a Borges, a Guevara, a Márquez Villanueva, a Lázaro Carreter, a Menéndez Pelayo, a Wilson, y por supuesto a Cervantes, el certero. Hay mucho que leer.
abril 2005
1 comentario:
Sí, hay mucho que leer y este artículo es una invitación a muchas lecturas, pero también es un valor en sí mismo el texto que nos proporciona CCM. Es un gustazo y se agradece.
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