viernes, 4 de agosto de 2023

El pudor y la coquetería de Barthes en LA CÁMARA LÚCIDA: la ausencia/presencia de la foto de su madre

 

Explicándole a mi hijo un día la diferencia entre la esquizofrenia y la paranoia, le dije que yo, sin ser paranoico, tenía un punto paranoico. Me pidió un ejemplo, y le puse el que más fácil me viene a mano. Cuando subo a un autobús y me siento, dejando un puesto libre a mi lado (es verdad que, desde un día en que me intentaron atracar en el bus, ocupo siempre el que da al pasillo), me genera cierta ansiedad ver cómo las personas que suben suelen evitar el asiento libre a mi lado y buscan otro o se quedan de pie. Esa ansiedad o malestar que me genera tan nimio asunto es indicio de esa tendencia mía, un punto paranoica, a buscar sentidos donde tal vez no los haya.

 

Pues bien, hoy recurriendo a este rasgo o tendencia mía, voy a intentar aplicarlo a la interpretación de un aspecto de un libro de Roland Barthes: La cámara lúcida (1980). Sabemos que en ese libro, poco académico, escrito después de la muerte de su madre y poco antes de la suya propia, al margen de la distinción que propone, al considerar la imagen fotográfica, entre studium y punctum, o sea, entre lo intencionado, reglado y pretendido en la imagen, y lo que escapa a toda lógica y nos punza, hechizando nuestra mirada, Barthes dedica la segunda parte del libro a comentar una fotografía de su madre niña que, confiesa, no quiere mostrar en el libro. Es la que denomina Foto del Invernadero, y que describe así.

“La fotografía era muy antigua. Encartonada, las esquinas comidas, de un color sepia descolorido, en ella había apenas dos niños de pie formando grupo junto a un pequeño puente de madera en un Invernadero con techo de cristal. Mi madre tenía entonces cinco años (1898), su hermano tenía siete. Éste apoyaba su espalda contra la balaustrada del puente sobre la cual había extendido el brazo; ella, más lejos, más pequeña, estaba de frente; se podía adivinar que el fotógrafo le había dicho: “Avanza un poco, que se te vea”; había juntado las manos, la una cogía la otra por un dedo, tal como acostumbran a hacer los niños, con un gesto torpe.” (p. 122)

 

“Observé a la niña y reencontré por fin a mi madre.”, dice Barthes. Lo que esa foto le trae de su madre es esencialmente “una inocencia soberana”, “la afirmación de una dulzura”, en definitiva (y también es palabra suya), la BONDAD de su madre. Dedica bastantes páginas a comentar el efecto que en él produjo esta imagen, el hechizo que siente ante ella, cómo le trae la esencia de su madre (cosa que tan difícilmente consiguen hacer las fotografías).

 

Y también comenta poco después en un aparte (un paréntesis): “(No puedo mostrar la Foto del Invernadero. Esa Foto existe para mí solo. Para vosotros sólo sería una foto indistinta, una de las mil manifestaciones de lo “cualquiera” […] no abriría en vosotros herida alguna.)” (p. 130-131)

 

Pero es el caso que en la página 179 del libro aparece otra fotografía “Foto privada: colección del autor” (la única de esta condición en la obra), que subtitula El origen y que reproduzco (tomada del libro con mi cámara, no la he encontrado en el ciberespacio):

 


 

 Ahora bien, si tanto ha hablado de la Foto del Invernadero, sobre ésta pasa como sobre ascuas. Hablando de los rasgos de linaje que se perpetúan en las fotografías, escribe: “¿qué relación puede haber entre mi madre y su abuelo, un personaje formidable, monumental, salido de las páginas de Víctor Hugo, hasta tal punto encarna la distancia inhumana del Origen?” (p. 180)

 

Luego sabemos que esa niña que aparece en la foto, junto a un niño (su hermano mayor) y el señor victorhuguesco, es su madre. Pero es que multitud de detalles de esta fotografía con abuelo coinciden con la descripción que hizo de la Foto del Invernadero. Vuelvo a copiar el pasaje y subrayo las coincidencias.

 

“La fotografía era muy antigua. Encartonada, las esquinas comidas, de un color sepia descolorido, en ella había apenas dos niños de pie formando grupo junto a un pequeño puente de madera en un Invernadero con techo de cristal. Mi madre tenía entonces cinco años (1898), su hermano tenía siete. Éste apoyaba su espalda contra la balaustrada del puente sobre la cual había extendido el brazo; ella, más lejos, más pequeña, estaba de frente; se podía adivinar que el fotógrafo le había dicho: “Avanza un poco, que se te vea”; había juntado las manos, la una cogía la otra por un dedo, tal como acostumbran a hacer los niños, con un gesto torpe.”

 

A mí no me cabe duda de que en su intento de “enunciar la interioridad sin revelar la intimidad” (p. 170), Barthes, pudoroso y coqueto a la vez, ha mostrado la intimidad a través de un subterfugio: ha sustituido a su abuelo, en la descripción, por un puente de madera, se ha inventado un paisaje de fondo (el Invernadero acristalado), pero en realidad la foto de la que con tanta devoción y afecto nos habla es ésta que estamos observando.

 

Esto que ahora escribo es lo que sentí cuando leí el libro por primera vez en 1982 (Vicente Sánchez Biosca es testigo), y que sólo hoy (qué misteriosos son todos los hechos de nuestra vida) he puesto negro sobre blanco. Y, dialogando con Roland Barthes, le diría que sentí esto y tuve la intuición de lo que ahora desarrollo porque esa imagen en mí sí abrió una herida. En ella podía contemplar –por parecido- toda la dulzura, inocencia y bondad de mi madre (entonces viva, ya no).

 

En fin, cierto grado de paranoia no es malo para la hermenéutica (si no que se lo pregunten al Dalí de El mito trágico del Ángelus de Millet). Espero que alguien comparta esta mi interpretación y no me proponga el ingreso en un sanatorio mental.


N.B. Del libro de Barthes manejo la edición de Gustavo Gili, 1982.

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