miércoles, 6 de mayo de 2020

Gabriel García Márquez: Cien años de soledad. "Escribo para que mis amigos me quieran más."


A lo mejor no es tan banal la famosa respuesta de GGM a la pregunta de rigor, puesto que en la novela, cuyo tema es sin duda la soledad y su condena de esterilidad, establece diversas estrategias de puesta en relieve de la amistad. La más llamativa es la de los cuatro amigos de Aureliano Babilonia, que conoce en la librería del sabio catalán, “encarnizados en una discusión sobre los métodos de matar cucarachas en la Edad Media.” (439) En la novela se les pone nombres: Álvaro, Germán, Alfonso y Gabriel. Pero la crítica cercana ha establecido que también tienen apellidos y que representan a Álvaro Cepeda Samudio, Germán Vargas, Alfonso Fuenmayor (sus amigos de finales de los años 40, compañeros en el diario El Nacional, de Bogotá) y el propio Gabriel García Márquez. También tiene nombre el librero catalán: Ramón Vinyes, otro personaje real ficcionalizado.

Recordemos al paso que el único personaje de la novela que tiene un amigo es el coronel Aureliano Buendía. Se trata de Gerineldo Márquez, con quien las cosas están a punto de acabar como el rosario de la aurora, pero Gabo, que debía haber visto con atención ¡Viva Zapata!, de Elia Kazan, decide que en el último momento el coronel se vuelva atrás de la barbaridad que va a hacer (ejecutar a su amigo) y se eche al monte una vez más. Lo que nos interesa es que se trata de un Márquez, posible alter-ego del abuelo del autor, al que consagró su El coronel no tiene quien le escriba. Muchos Márquez empiezan a poblar el mundo novelesco, máxime si tenemos en cuenta que también aparece una referencia a una boticaria de Macondo, “de cuello esbelto y ojos adormecidos” (467), que se llama Mercedes y es una alusión, también bastante explícita, pues se trata de “la sigilosa novia de Gabriel” (456), a la futura señora de García Márquez. Un poco antes, Amaranta Úrsula le ha manifestado a Gaston, su deseo de tener hijos que se llamen Rodrigo y Gonzalo (como los propios hijos del autor) y no Aurelianos.





Pero esto no es todo, a lo largo de la novela, que parece obra de pura imaginación y en modo alguno letrada, hay numerosas referencias literarias y librescas: las más obvias, las bíblicas, con los episodios míticos del Génesis (fundación de Macondo), el peculiar Éxodo “hacia la tierra que nadie les había prometido” (33), la Plaga del insomnio a la llegada de Rebeca, el Diluvio tras la matanza de los obreros y finalmente la destrucción apocalíptica (“el huracán bíblico”) que cierra la novela. Hay también, dispersas, alusión al nacimiento de Moisés (la idea de que Aureliano Babilonia fue encontrado “flotando en una canastilla” (333) o al episodio de Jesús entre los doctores (Nuevo Testamento), cuando el propio Aureliano sorprende a todos por su exacto conocimiento de la matanza (“Todo se sabe” será su lema en el futuro).


A lo largo de la novela concurren también otro tipo de alusiones literarias de tipo culto, sea a clásicos latinos, como Horacio, Séneca y Ovidio (455, 452), medievales (como Beda el Venerable o Arnaldo de Vilanova, ¡en catalán!) o de los siglos de oro, como Petrarca, cuyos sonetos traduce Pietro Crespi para Amaranta (129), Rabelais o la doble referencia a la Jerusalén libertada y Milton (404). Incluso podemos rastrear alusiones más modernas a Zorrilla (180), Mallarmé (411) o incluso Hemingway en la página 41 (cuando José Arcadio le explica a su hermano Aureliano el “mecanismo del amor”, le dice. “Es como un temblor de tierra”. ¿Cómo no recordar lo que siente María con su amante en Por quién doblan las campanas tras su encuentro amoroso?)

Pero la que ahora nos interesa es otra serie de alusiones modernas también, pero de un marcado acento regional. Son esas alusiones casi crípticas a Alejo Carpentier (“Había visto en el Caribe el fantasma de la nave corsaria de Victor Hughes”, p. 112), a Carlos Fuentes (los policías, esbirros del poder, una noche “se llevaron a José Arcadio Segundo y a Lorenzo Gavilán, que decía haber sido testigo del heroísmo de su compadre Artemio Cruz”, p. 340), a Julio Cortázar (Gabriel, el amigo de Aureliano Babilonia, vive en París “durmiendo de día y escribiendo de noche para confundir el hambre, en el cuarto oloroso a espuma de coliflores hervidos donde había de morir Rocamadour”, p. 458) o a su propia obra (el de José Arcadio Buendía “Fue el primer entierro y el más concurrido que se vio en el pueblo, superado apenas un siglo después por el carnaval funerario de la Mamá Grande”, p. 90; o “cuando el presidente de la república se negó a asignar las pensiones de guerra a los antiguos combatientes, liberales o conservadores”, p. 209, donde se enuncia el motivo que da pie a la novela corta El coronel no tiene quien le escriba). Sólo queda fuera -de los del cogollito del boom- Mario Vargas Llosa, aunque Gabo afirme, en el libro de Fernández-Braso La soledad de Gabriel García Márquez, que “utilizo un carácter que evidentemente es de Vargas Llosa”, p. 113, pero que a mí se me escapa, como no sea el carácter compulsivo de los escribidores y lectores que a lo largo de la novela ocupan “el cuarto de Melquiades” (¿sería ésta omisión la causa del legendario puñetazo que muchos años después le propinó su exégeta peruano?). Lo que parece obvio es que en la obra hay un homenaje clarísimo al fraternal grupo de jóvenes creadores del boom sobre los que declaró: “la novela latinoamericana es una sola novela que estamos escribiendo entre muchos” (palabras pronunciadas cuando la muerte de Cortázar, en febrero de 1984).

Parece claro que tan magna novela, llena de “incontenibles alusiones de carácter privado”, como le confiesa a Fernández-Braso (114), es, entre otras muchas cosas, un ejercicio de amistad.

Ahora bien, quería cerrar este pequeño ensayo con una sospecha que me surge respecto a la pregunta del millón: ¿Quién narra Cien años de soledad? Todos sabemos que, siguiendo el modelo cervantino, la obra está dentro de la obra: igual que El Quijote se lo encuentra Cervantes en un mercado de Toledo escrito por Cide Hamete Benengeli (pero también en los textos de muchos autores que sobre ello escriben), la novela de Cien años de soledad que leemos es la misma que lee Aureliano Babilonia en el cuarto de Melquíades y que pergeñó en sánscrito el gitano mago. Así los autores-narradores serían Cide Hamete y Melquíades, pero esto no es sino una paradoja lógica, de esas que veía tan claro Bertrand Russell, y que a mi me producen una especie de vértigo mental. Lo que sí que puedo ver es que la presencia de El Quijote y Cien años de soledad dentro de las respectivas novelas es como la presencia del lienzo y de Velázquez en Las meninas: una figuración ficticia, que alude, pero no agota a los propios entes que quiere representar.

Así las cosas, aparte del esquivo autor Melquíades ¿no podría la novela sugerir que el autor-narrador podría ser Gabriel, otro escribidor de los varios que hay en la novela (Melquíades, Aureliano Buendía, el sabio catalán), que en su habitación de París, vive de día y escribe de noche? ¿y eso que escribe no podría ser la rememoración de confidencias que Aureliano Babilonia le hubiera hecho sobre sus progresos en la interpretación de los pergaminos de Melquíades? No olvidemos que Aureliano “estaba más cerca de Gabriel que de los otros” (441), “que estaban vinculados por una especie de complicidad, fundada en hechos reales en los que nadie creía” (la realidad del coronel Aureliano Buendía y de la matanza de los obreros) (442), que “Gabriel dormía donde lo sorprendía la hora. Aureliano lo acomodó varias veces en el taller de platería, pero se pasaba las noches en vela, perturbado por el trasiego de los muertos que andaban hasta el amanecer por los dormitorios.” (442) (¿Se encontraría con Melquíades? ¿Hablaría con él?), que incluso se lo encomendó a su amante, la benigna prostituta Nigromanta. Si tenemos todo esto presente, la profunda identificación entre los amigos Aureliano -intérprete de los pergaminos- y Gabriel -compulsivo escribidor en París-, y creemos que lo que éste escribe es lo que le puede haber transmitido Aureliano (o incluso el propio Melquíades), Cien años de soledad sería el memorable fruto de una inmensa amistad.


N.B. Los números de las páginas corresponden a la edición conmemorativa de la RAE de 2007.

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