Ven a sentarte conmigo, Lidia...
Ven a sentarte conmigo, Lidia, a la orilla del río.
Sosegadamente contemplemos su curso y aprendamos
que la vida pasa, y no tenemos las manos enlazadas.
(Enlacemos las manos.)
Después pensemos, niños adultos, que la vida
pasa y no se queda, nada deja y nunca regresa,
va hacia un mar lejano, junto al Hado,
más lejos que los dioses.
Desenlacemos las manos, pues no vale la pena que nos
cansemos,
Tanto si gozamos como si no, pasamos como el río.
Vale más saber pasar en silencio
y sin desasosiegos grandes.
Sin amores, ni odios, ni pasiones que levantan la voz,
ni envidias que dan demasiado movimiento a los ojos,
ni cuidados, porque si los tuviese el río siempre correría,
y siempre iría a dar al mar.
Amémonos tranquilamente, pensando que podríamos,
si quisiéramos, cambiar besos y abrazos y caricias,
pero que más vale estar sentados el uno junto al otro
oyendo correr el río y viéndolo.
Cojamos flores, cógelas tú y déjalas
en tu pecho, y que su perfume suavice el momento,
este momento en que sosegadamente no creemos en nada,
paganos inocentes de la decadencia.
Al menos, si fuera sombra antes, te acordarías de mí después,
sin que mi recuerdo te queme o te hiera o te mueva,
porque nunca enlazamos las manos, ni nos besamos,
ni fuimos más que niños.
Y si antes que yo llevas el óbolo al barquero sombrío,
yo nada tendré que sufrir al recordarte.
Suave me serás a la memoria recordándote así —junto al río,
pagana triste y con flores en el regazo.
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