Es imposible hablar de Goethe tranquilamente. Lo estorba una cosa dura de confesar, pero imposible de desconocer.
Estorba la envidia.
La envidia peor, porque no se refiere a los atributos, sino a la substancia. Generalmente se les envidia a las grandes figuras alguna propiedad o cualidad. Uno aspira a tener de ellos el don eminente o el botín precioso, pero sin dejar de ser uno mismo. Así Virgilio envidió la gloria de Homero, y Temístocles, cuando joven, veía turbados sus sueños por las victorias de Milciades… Pero la pasión respecto a Goethe se hace más grave, porque tienta a la blasfemia de renunciar a la propia personalidad.
Quisiéramas hablar como Demóstenes, escribir como Boccaccio, pintar como Leonardo, saber lo que Leibniz, tener, como Napoleón, un vasto imperio, o como Ruelbeck, un jardín botánico… Quisiéramos ser Goethe.
Todas las almas olímpicas ven en este olímpico la imagen de ellas mismas elevada al máximo de poder, de gloria y de serenidad.
lunes, 21 de septiembre de 2009
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