miércoles, 2 de abril de 2025

Unamuno: NIEBLA (La inhibición sexual de Augusto Pérez)

Vuelvo a releer Niebla, novela que durante algunos años trabajamos en COU. Me sigue pareciendo una obra interesante, que se lee muy bien, y que plantea curiosos asuntos de cara al lector. Recuerdo que a los alumnos les mandaba a hacer trabajos sobre "Las novelas intercaladas en Niebla", "El papel del lector en la obra", "Niebla: ¿novela o nivola?", "Los personajes de la obra", etc. Pero el comentario que yo me reservaba  era este que pongo a continuación. Me gustaba acercarles algunas nociones del psicoanálisis (freudiano) y remover el tema de la sexualidad. Estaban en plena adolescencia y, como decía un colega de Departamento, "en celo". Tocando temas como el que sigue era más fácil llegarles e interesarles por la literatura. En algún caso lo conseguiría, eso creo.

N.B. Pues que me refiero al antiguo COU, este comentario debe tener más de 30 años entre mis papeles.


El síndrome de inhibición sexual de Augusto Pérez. (Unamuno: Niebla)

             (sobre el complejo de Edipo y la castración)

 

N.B. Los números entre paréntesis remiten a las páginas de la edición utilizada, la de M. J. Valdés, en Cátedra.

 

Ya en la presentación del personaje, al inicio de la novela, nos encontramos con su resistencia a abrir el paraguas a pesar de la llovizna que cae: “Y no era tampoco que le molestase la llovizna, sino el tener que abrir el paraguas. ¡Estaba tan elegante, tan esbelto, plegado dentro de su funda! Un paraguas cerrado es tan elegante como es feo un paraguas abierto.” (p. 109)

 

Mario J. Valdés comenta el pasaje como sigue: “El estado psicológico de ensimismamiento de Augusto se simboliza como cerrado y su oposición de interacción libre como abierto; por lo tanto se simboliza la preferencia de Augusto por lo cerrado frente a lo abierto. Pero además el paraguas representa la sexualidad y los problemas que tendrá Augusto con el encuentro sexual. El paraguas cerrado es un símbolo fálico que se convierte en sexo femenino al abrirse.” (26)

 

En apoyo de esta concepción del paraguas como símbolo fálico citaríamos aquella imagen del Conde de Leautréamont que tanto encandiló la fantasía de los superrealistas:

 

  bello como el encuentro fortuito en una sala de disección de una máquina de coser y un paraguas”

 

Inmediatamente después de esta presentación asistimos a pensamientos de A. P. donde nos muestra una concepción platónica, idealista, esteticista de la existencia, que gira en torno a la contemplación de la belleza de las cosas: “El uso estropea y hasta destruye toda belleza. La función más noble de los objetos es la de ser contemplados.”

 

Acto seguido sale detrás de Eugenia, la persigue hasta su casa y dialoga con su portera. Pero cuando, en el paseo por la Alameda, intenta recordarla, se pregunta: “¿Cómo es la dulce Eugenia? Sólo me acuerdo de los ojos.” (112) Es significativo que A. P. sólo se haya fijado en los ojos: La parte más ESPIRITUAL de una persona.

 

Y poco después, cuando duda entre ir a casa o al casino, dice:

 

“No, a casa, a casa. Estas cosas desde casa, desde el hogar. ¿Hogar? Mi casa no es hogar. Hogar… hogar... ¡Cenicero más bien! ¡Ay, mi Eugenia!»

Y se volvió Augusto a su casa.                                                         (113)

 

Ese “cenicero” pronunciado de forma despectiva. De momento nos encontramos con que A. P. ha forjado un símbolo bastante violento y sugerente, que sólo se desvelará en el capítulo 5. Símbolo recurrente en estos primeros capítulos (aparece en las páginas 113, 125, 131 y 132).

 

Si entendemos por símbolo la representación de un concepto abstracto, de índole espiritual, por medio de un objeto concreto, aquí cenicero (concreto) está en representación de hogar (abstracto). Símbolo descendente, por otra parte, connotado negativamente.

 

El caso es que A. P. continúa con sus monólogos, donde ahora ocupa un lugar preferente Eugenia. Pero ¿qué Eugenia?

 

“¡Mi Eugenia, sí, la mía —iba diciéndose—, esta que me estoy forjando a solas, y no la otra, no la de carne y hueso, no la que vi cruzar por la puerta de mi casa, aparición fortuita, no la de la portera!”  (115)

 

Y al final del capítulo 2, cuando ya sabe que Eugenia tiene un pretendiente, insiste:

 

“¡Oh, Eugenia, mi Eugenia, has de ser mía! ¡Por lo menos, mi Eugenia, esta que me he forjado sobre la visión fugitiva de aquellos ojos, de aquella yunta de estrellas en mi nebulosa, esta Eugenia sí que ha de ser mía, sea la otra, la de la portera, de quien fuere!”  (118)

 

Cuando en el capítulo 3 su amigo Víctor Goti le pregunta cómo es la chica que le ha impresionado, si es rubia o morena, si es alta o baja, A. P. no le puede dar cuenta de ello.

 

Lo que resulta llamativo hasta este momento es la escisión cuerpo/espíritu que muestra A. P. Es incapaz de reunir en una totalidad a Eugenia. Para él sólo es unos ojos, un alma, y no un ser real de carne y hueso. Entenderemos este estado cuasi patológico de A. P. prestando atención al capítulo 5.

 

En la segunda mitad de este capítulo, A. P. va a la Alameda a refrescar sus recuerdos. Como será habitual en toda la novela, piensa en su madre. Pero también, y esto es más interesante por infrecuente, en su padre. Ya tenemos el triángulo edípico formado por padre-madre-hijo. Veamos cómo se desarrolla.

 

“De su padre apenas se acordaba; era una sombra mítica que se le perdía en lo más lejano; era una nube sangrienta de ocaso.”

 

Así es presentado el padre, e inmediatamente se cuenta su temprana muerte sangrienta. Es interesante el sintagma “sombra mítica”. De “sombra”, en el Diccionario Casares, hay dos acepciones que vienen a cuento:

1- espectro, aparición fantástica de la imagen de una persona muerta.

2- proyección oscura que un cuerpo lanza por el lado contrario del que recibe la luz.

Ambas acepciones conducen a la misma idea: la presencia latente (a pesar del tiempo y del olvido) del padre, que no lo abandona como no abandona nunca a nadie su sombra (2ª acepción). Los mitos sabemos que son historias imaginarias que se encuentran en los orígenes de los pueblos y que, como relatos potentes que apelan a lo más profundo de nuestra psique, influyen de forma poderosa en el ánimo de los humanos. Así la sombra del padre de Augusto planea sobre su vida e influye de forma poderosa (como un mito). No podía Unamuno haber creado una imagen más sugerente.

 

Inmediatamente se nos aclara el símbolo que se había utilizado al final del capítulo 1, y al que se había referido de pasada en el 4 (125):

 

“Allí estaba siempre el cenicero con la ceniza del último puro que apuró su padre.” (131)

 

Ahora comprendemos la fuerza del símbolo (con las repeticiones, aliteraciones  y referencias temporales de la oración): el puro metaforiza el pene de su padre, y la ceniza, su muerte, su extinción. Hay una perenne presencia de una ausencia. Y todo ello lo vive A. P. (ese cenicero omnipresente) como símbolo de castración: la presencia de algo, que no existe, pero que se impone al personaje y lo domina, imposibilitándole actuar integralmente.

 

Si a esto sumamos la imagen siempre presente y obsesiva de la madre (le ayuda en sus estudios –excepto en los de fisiología-; lo acuesta con un beso; sale con él de paseo…) veremos configurarse nítidamente un poderoso complejo de Edipo. En algunos casos se marca claramente la rivalidad hijo/ padre: cuando la madre, antes de morir, le dice al hijo : “Acaso le haga a él más falta que a ti.” (125). O cuando lo sienta en sus rodillas y le hace mirar “el cenicero del difunto”. O también cuando pasean por la calle y ella piensa en su difunto, mientras él piensa en lo primero que pasa ante sus ojos.  (133)

 

Como sabemos, según la doctrina psicoanalítica, el complejo de Edipo se produce en todos los humanos en algún momento de su vida y es importantísimo a la hora de configurar la estructura definitiva de la vida erótica del sujeto. Es normal pasar por él, pero también es necesario desligarse de él. Y esto es lo que no ha conseguido hacer A. P. y lo que le impedirá tener una evolución sexual normal.

 

Hablábamos con anterioridad de su incapacidad de integrar lo corporal, lo material, en sus deseos ideales. Pues bien, esta incapacidad se seguirá manifestando a lo largo de toda la novela. Veamos algunos ejemplos:

 

- en el capítulo 10, en los primeros momentos de su pretensión, tras haber visto a Eugenia en casa por primera vez, y sabiendo que Eugenia tiene un pretendiente, se plantea lo siguiente en su monólogo:

 

“Sí; yo por el pensamiento, por el deseo la hago mía. Él, el otro, es decir, el uno, podrá llegar a poseerla materialmente; pero la misteriosa luz espiritual de aquellos ojos es mía, ¡mía, mía! Y ¿no reflejan también una misteriosa luz espiritual estos cabellos de oro? ¿Hay una sola Eugenia, o son dos, una la mía y otra la de su novio? Pues si es así, si hay dos, que se quede él con la suya, y con la mía me quedaré yo.”  (154, subrayados míos)

 

- poco después, en el capítulo 11, en su primera charla a solas con Eugenia, al anunciarle ella que tiene novio, le dice:

 

-Pero es, Eugenia, que yo no pretendo nada, que no busco nada, que nada pido; es, Eugenia, que yo me contento con que se me deje venir de cuando en cuando a bañar mi espíritu en la mirada de esos ojos, a embriagarme en el vaho de su respiración...” (161)

 

- en la página 171 (capítulo 13), cuando Eugenia se entera de que ha comprado la hipoteca, le reprocha “quiere usted comprar (…) mi cuerpo”. Y en su monodiálogo posterior con Orfeo (su perrito recogido de la calle), le dice:

 

“¡Comprar yo su cuerpo..., su cuerpo...! ¡Si me sobra el mío, Orfeo, me sobra el mío! Lo que yo necesito es alma, alma, alma.”   (182)

 

- en su segundo encuentro con Rosario (la mujer que viene a sustituir momentáneamente a Eugenia, cuando ésta rechaza a Augusto), cuando A. P. empieza a besarla, la deja y le dice: “Déjame, tengo miedo.” En el monodiálogo de esa noche aparece la idea de amor fisiológico y la rechaza de forma violenta: “no es amor, ni cosa que lo valga.”  (206)

 

- el último encuentro con Rosario,cuando ésta queda a su merced, y Augusto es incapaz de hacer otra cosa que contemplarse en sus ojos “tan chiquitito” (síntoma claro de su inmadurez, del que se burlará luego Mauricio) muestra con nitidez la absoluta inhibición sexual de A. P. (o su impotencia, si lo preferimos).

 

Bien es verdad que hacia el final comienza a reunir su cuerpo y espíritu (ese es el tema del poema que le escribe a Eugenia), y empieza a interesarse por ciertos contactos y escarceos corporales que ésta se encarga de cortar. Pero ya es muy tarde. El desengaño con Eugenia lo va a llevar al intento de suicidio del capítulo 31, a la cuestión que más le interesa a Unamuno (su discusión con el personaje en torno a "ser real/ser de ficción"). Pero tampoco podemos decir que el tema de la sexualidad no haya sido bien elaborado a lo largo de la novela.

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