domingo, 10 de septiembre de 2023

Ryszard Kapuscinski pelea con una cobra

 

Si tuviera que recomendar un libro así, sin preparación, de forma inopinada, para un lector general, tengo claro que elegiría Ébano, de Ryszard Kapuscinski. El Quijote, obviamente, sería la primera obra que me vendría a la cabeza. Pero el Quijote no se puede recomendar de manera indiscriminada. Su posible lector ha de no amedrentarse ante el castellano del siglo de Oro, tener unas nociones históricas, pero sobre todo literarias (de géneros, estilos, retórica…) más que medianas para poder disfrutar con garantías de nuestro gran clásico. Pero en el caso de la obra del reportero polaco creo que con saber donde están situados, en el mapamundi, tanto el país llamado Polonia, como el continente africano, bastaría. Transcribo hoy un pasaje muy impresionante de su libro en la soberbia traducción de Agata Orzeszek:

 

Viajando en Land Rover con un compañero, Leo, por las llanuras del Serengeti, un tanto extraviados y desfallecientes por el cansancio y el calor, se encuentran unas cabañas abandonadas y deciden descansar en ellas:

 

No sé cómo, acabé tumbado en un camastro. Apenas me sentía vivo. El sol zumbaba en mi cabeza. Encendí un cigarrillo para vencer el sueño. No me gustó su sabor. Quería apagarlo y cuando mecánicamente seguí con mi mano la vista de mi mano dirigiéndose hacia el suelo, vi que estaba a punto de apagarlo en la cabeza de una serpiente que se había aposentado debajo del camastro.

 

Me quedé helado. Petrificado hasta tal punto que, en lugar de retirar a toda prisa la mano con el cigarrillo humeante, la seguía sosteniendo sobre la cabeza del bicho. Al final, me di cuenta de la situación: un mortífero reptil me había hecho su prisionero. Tenía presente una cosa: ni un solo movimiento, ni el más leve. Podía saltar y pegarme un mordisco. Era una cobra egipcia, de color gris y amarillo, y aparecía perfectamente enroscada sobre el suelo de arcilla. Su veneno no tarda en causar la muerte, y en nuestra situación –sin medicinas y en un lugar que podía hallarse a un día de camino del hospital más próximo- esa muerte habría sido inevitable. A lo mejor en aquel momento la cobra se encontraba en un estado cataléptico (dicen que el estado de insensibilidad y letargo es típico de estos reptiles), pues no se movía ni un ápice. “¡Dios santo!, ¿qué hacer?, pensé febrilmente, ya del todo consciente.

 

-Leo –susurré lo más alto posible-, Leo, ¡una serpiente!

 

Leo estaba en el coche, en aquel momento sacaba el equipaje. Nos quedamos mudos, sin saber qué hacer, y no había tiempo que perder: no ignorábamos que la cobra, cuando se despierta de su catalepsia, enseguida se lanza al ataque. Puesto que no llevábamos ninguna arma, ni siquiera un machete, nada, decidimos que Leo bajaría del coche un bidón con gasolina y que con él intentaríamos aplastar la cobra. Era una idea arriesgada pero, sorprendidos por una situación tan inesperada, no se nos ocurrió nada mejor. Algo teníamos que hacer. El no actuar por nuestra parte habría dado la iniciativa a la cobra.

 

Nuestros bidones, procedentes del desmantelamiento inglés, eran grandes y estaban provistos de unos bordes poderosos y afilados. Leo, que era un hombre muy fuerte, cogió unos de ellos y, en silencio, empezó a caminar hacia la casa. La cobra no reaccionó; seguía inmóvil. Leo, sosteniendo el bidón por las asas, lo levantó y pareció quedarse a la expectativa. Mientras permanecía en aquella actitud de espera, hacía cálculos, tomaba medidas y fijaba el objetivo. Yo, tenso y preparado, seguía en el camastro sin mover un solo músculo. De repente, en una fracción de segundo, Leo se lanzó con todo su peso, y el del bidón, sobre la serpiente. Yo, a mi vez, en ese mismo instante, me tiré sobre el cuerpo de mi compañero. Eran unos segundos en que se decidía nuestra vida; lo sabíamos. Aunque en realidad pensamos en ello más tarde, pues en el momento en que el bidón, Leo y yo nos abalanzamos sobre la serpiente, el interior de la choza se convirtió en un infierno.

 

Nunca hubiera pensado que un animal pudiera poseer tanta fuerza. Una fuerza terrible, monstruosa y cósmica. Había creído que el borde del bidón cortaría el cuerpo del reptil sin ninguna dificultad, pero ¡qué va! No tardé en darme cuenta de que teníamos debajo de nosotros no una serpiente sino un muelle de acero que temblaba y vibraba, y que no había manera de doblar ni de romper. Enfurecida, la cobra pegaba unos golpes tan violentos contra el suelo que, al llenarse de polvo, la choza se volvió oscura. Agitaba la cola con tanta energía y fuerza que el suelo de barro se desmigajaba y los añicos, que volaban por los aires en todas direcciones, nos cegaban con densas nubes de polvo. En un momento pensé, aterrorizado, que no podríamos con ella, que se nos escabulliría y que, adolorida, herida y furiosa, empezaría a mordernos. Aplasté con más fuerza a mi compañero. Éste, con el pecho pegado al bidón y sin poder respirar, sólo emitía suaves gemidos.

 

Finalmente –aunque la cosa duró un rato muy largo: toda una eternidad-, los golpes de cobra empezaron a perder su ímpetu, vigor y frecuencia. “Mira”, dijo Leo, “sangre”. En efecto, por una grieta del suelo, que ahora recordaba un recipiente de barro roto, se deslizaba despacio un reguero de sangre. La cobra estaba cada vez más débil, como más débiles se habían vuelto las sacudidas del bidón que no dejamos de percibir ni por un momento y con los que ella nos hacía saber de su dolor y odio, unas sacudidas que nos tenían sumidos en constante estado de pavor y pánico. Pero entonces, cuando todo hubo terminado, cuando Leo y yo nos pusimos de pie  y el polvo de la choza había empezado a bajar y se volvía cada vez más ralo, cuando miré hacia aquel reguero de sangre que desaparecía de prisa absorbido por el barro, en lugar de satisfacción y alegría sentí que me invadía una sensación de vacío, más aún, de tristeza, por aquel corazón que yacía en el mismo fondo del infierno, ese infierno que por una extraña serie de casualidades habíamos compartidos todos hacía tan sólo unos instantes, porque aquel corazón había dejado de latir.

 

(“El corazón de una cobra”, págs. 54-56, de Ébano, ed. Anagrama, 2000)

 

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