viernes, 12 de agosto de 2022

La expulsada del Paraíso. (Sara Mesa: UN AMOR)

 


En la asignatura de Literatura Universal, cuando explicábamos la tragedia griega y nos proponíamos una reflexión sobre el mito, yo solía decir que entendía el mito como relato potente. ¿A qué me refería con ello? Al hecho de ser un relato memorable, que no nos deja indiferentes, sino que nos interpela en profundidad, tocando las fibras más profundas del alma. Y solía proponerles a mis estudiantes un ejercicio: una redacción sobre su mito personal, aquel con el que más se identificaran, aquel que, de una manera u otra, siempre tenían presente. Yo les comentaba una serie de mitos para darles idea y facilitarles lo que luego había de constituir una reflexión muy personal. Les hablaba de la bajada a los infiernos, de la expulsión del Paraíso, del carácter edípico del mito de Faetón, de Pigmalión y su hechura…

Lo que no les comentaba yo era que mi mito personal, aquel que más en profundidad me interpelaba era el de la expulsión del Paraíso (tal vez influya en ello que me exiliara de mi país natal a la edad de diez años, o que hubiera tenido una novia que constituía el ideal de todos mis deseos y la había perdido…) Chi lo sa! Los mitos son potentes, pero también nos afectan de manera oscura.

Pues bien, estos días en que estoy enmesado, es decir, leyendo a Sara Mesa con una fascinación indesmayable (¡Qué novelas tan extraordinarias Cara de pan o Un amor! ¡Qué cuento excelente “Apenas unos milímetros”!), creo descubrir en un fragmento de Un amor, el motivo de esa fascinación.


Se trata del siguiente. Nat, después de su ruptura con Andreas, el alemán, decide ir a la población más cercana a arreglarse el pelo, que lo tiene un poco estropeado. Entonces se le impone el siguiente recuerdo de su infancia:


“No había pensado en ella en todos esos años. Sin embargo, debido al episodio de la peluquería, le sobreviene el recuerdo de aquellos días luminosos y cómo se volvieron después tristes e incomprensibles. Nat tenía siete u ocho años como mucho; Estrella solo debía de ser unos meses mayor, aunque por aquel tiempo unos meses de diferencia constituían un salto enorme, una garantía, pues era un privilegio ser amiga —o gozar de los favores— de una veterana. No recuerda su rostro ni su voz, pero sí cómo se sentaba a su espalda para peinarla, pues Estrella soñaba con ser peluquera, pero no podía practicar con cualquiera, decía, solo con ella, la afortunada Nat, escogida entre todas las demás, la de la melena más suave —aseguraba—, la más larga y bonita de todas las melenas. Le hacía trenzas y moñitos, le cepillaba el pelo durante horas, le hacía cosquillas soplándole suavemente en la nuca, y Nat cerraba los ojos y se dejaba manejar.

Un día empezó a darle tirones, a apretarle más de la cuenta las coletas. Se te rompe el pelo, le decía, y arrojaba el cepillo al suelo, resoplando. Nat no comprendía dónde estaba su error, le rogaba que lo intentase otra vez y, si volvía a hacerle daño, se aguantaba en silencio las lágrimas. Bastaron un par de días para que la sustituyera por otra. Desde su rincón, Nat la veía ahora peinando a la elegida, cepillándola con extremo cuidado, poniéndole gomillas de colores en cada mechón y trencitas alrededor de la frente —cosas que nunca había hecho con ella—, tomándola de la barbilla al terminar para admirar el resultado, palmoteando de alegría. La nueva observaba a Nat de lejos, quizá un poco incómoda pero irremediablemente satisfecha.

Nat no sabía qué pecado había cometido para ser castigada de ese modo. Cuando vio en su libro de religión un cuadro de Adán y Eva expulsados del Paraíso, pensó: esto es lo que me pasa.”

(Anagrama, p. 142)


Parece obvio que la protagonista, Nat, se identifica con ese mito de la expulsión del Paraíso. De hecho en un par de momentos después vuelve a referirse a su situación personal del momento con variantes del término expulsión.

Cuando recuerda la forma de su ruptura con Andreas:


Él la echó de su lado —la empujó con el brazo, casi la tiró al suelo—, la expulsó de su casa. Es tan terrible, tan desgarrador, que le dan ganas de gritar con solo recordarlo.” (p. 154)


Y más tarde, tras el episodio del ataque de su perro a la niña vecina:


“Ningún culpable queda perdonado si no recibe su castigo, pero para los habitantes de La Escapa, piensa ella, la ruptura con Andreas debe de haber cumplido esa función. Quizá eso —la expulsión de ese estado de ebria felicidad— les parece ya una condena suficiente.” (p. 171)


La pregunta que me hago es si no será ése también el mito personal de la autora, que le provee de esa “capacidad de ver las cosas desde el ángulo podrido”, como dice en “Apenas un milímetros”, y lo que hace que yo me sienta tan profundamente identificado con su mundo literario.

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