domingo, 13 de febrero de 2022

Sobre el conocimiento en literatura, a partir de una reflexión de Milan Kundera

 

Hablando de Los dioses tienen sed, de Anatole France, y de cómo este que fue celebérrimo autor en su momento figuraba en todas las listas negras sobre escritores en la Francia de los 60, escribe Milan Kundera:

“no conservo de otras novelas de France más que vagos recuerdos y algunas ni siquiera las he leído. De hecho, así solemos conocer a los novelistas, incluso a aquellos que nos gustan mucho. Digo: “Me gusta Joseph Conrad”. Y mi amigo: “A mí, no mucho”. ¿Hablamos en realidad del mismo autor? De Conrad he leído dos novelas, mi amigo sólo una, que yo, en cambio, no conozco. Y sin embargo, con toda inocencia (con toda la inocente impertinencia), cada uno de nosotros está seguro de tener una idea acertada sobre Conrad.

¿Es esta situación compartida por otras artes? No del todo. Si les dijera que Matisse es un pintor de segundo orden, les bastaría con pasar un cuarto de hora en un museo para comprender que soy un idiota. Pero ¿cómo releer todo Conrad? ¡Les llevaría semanas! Las distintas artes acceden de un modo distinto a nuestro cerebro; se instalan en él con otra facilidad, otra rapidez, otro grado de inevitable simplificación; y también otra permanencia. Todos hablamos de la historia de la literatura, todos la reivindicamos, seguros de conocerla, pero in concreto, ¿qué es la historia de la literatura en la memoria de todos? Un patchwork formado por imágenes fragmentarias que, por puro azar, cada uno de los miles de lectores se ha hilvanado para sí mismo. Bajo el cielo agujereado de semejante memoria vaporosa e ilusoria, estamos todos a merced de las listas negras, de sus veredictos arbitrarios e inverificables, siempre dispuestos a imitar su estúpida elegancia.”

(El encuentro, p. 75-6)


Esta lúcida reflexión de Kundera me trae a la cabeza la inconsistencia de lo que solemos llamar conocimiento de la literatura, pues que las nociones que tenemos de ella se han ido formando de manera absolutamente anacrónica y dispersa. Pongamos un ejemplo, cuando doy una clase sobre la novelística de Galdós, puedo conocer una veintena de en torno al centenar de novelas del autor (y este no sería mal porcentaje si lo comparamos con el que tengo cuando hablo de Lope o Calderón), pero es que además una de esas novelas la leí a los 18 años. Otras pocas al acabar la carrera y empezar a dar clases. Y el resto las he ido leyendo, con una felicidad sin desmayo, cada uno o dos años a lo largo de más de 40. De manera que si hablo de Galdós, tras haber leído los dos tomos de Fortunata y Jacinta (lectura que lleva de por sí uno o dos meses fácilmente), resulta que mis recuerdos de La de Bringas o Misericordia tienen más de 10 años, y los de Tristana, Doña Perfecta o Trafalgar más de 30, e igual de anacrónicos son los juicios que sobre ellas me hago. Al considerar su narrativa aúno el juicio reciente de Fortunata, con el lejanísimo de Trafalgar, que, si lo revisara, probablemente sería diferente del que guardo en mi memoria y reproduzco como si fuera efectivo para mi yo actual.


Todo esto que comento me hacía pensar habitualmente (cuando impartía clases) que, en el fondo, yo no era más que un impostor, y tenía muy presente ese verso con que se cerraba un poema de Alain Bosquet que tradujo Amós Belinchón en su Taberna de Cimbeles:

Ma connaissance est contraband.


Por eso me aferraba tanto a esa definición de cultura que rezaba: cultura es lo que queda después de haber olvidado lo que se aprendió. Pues, en definitiva, tras tanto trasegar con libros y objetos culturales, lo único que se puede aspirar es, como decía Barthes al final de su Leçon inaugurale, a cierta sabiduría (sagesse) y casi más al sabor que al saber, haciendo un juego de palabras. Esto es, tener noticia de muchas cosas y haber desarrollado un sentido del gusto, de manera que podamos llegar al menos a un grado, aunque sea pequeño, de esa crítica enjuiciadora (de que hablaba, por su parte, Alfonso Reyes, en La experiencia literaria) que nos permita indicar donde está la calidad y la maestría, qué vale la pena leer y qué no, y evitar pérdidas de tiempo a quienes nos escuchan (o escuchaban) cuando practicábamos esa maravillosa impostura que es dar clases.




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