Por aquel salón
de actos de la Facultad de Filosofía y Letras de Valencia, en los años de la Transición, pasaron notables figuras de las letras: recuerdo a Manuel Puig, a Juan
Goytisolo, o a los numerosos grupos teatrales que nos trajo Antoni Tordera (Caterva de Gijón, Esperpento de Sevilla o el Libre Teatro Libre Latinoamericano, por ejemplo). Un
buen día un grupo de jóvenes muy modernos y à
la page presentaban una revista de nombre ambiguo, Diwan, que tanto podía aludir al diván de Freud, como al farol de
considerarse los número uno. Allí estaban Alberto Cardín, Biel
Mesquida y también Jiménez Losantos. El caso es que tras mostrar su
refinamiento, inteligencia y actitud polémicamente avanzada (hablaban mucho de
Lacan, Barthes y otros), al llegar el turno de palabras, la tomó un extraño en
el público (no se trataba de un universitario), con ciertos indicios de
retraso, o desorientación, que dijo:
- Todo eso está
muy bien. Pero yo pienso que lo que hay es que leer más a Unamuno.
Sensación de
tierra trágame generalizada, y uno de los jóvenes (tal vez Jiménez Losantos) supo
complacer al espontáneo ponderando lo mucho que él apreciaba a don Miguel.
Recuerdo esto
porque hoy, releyendo a don Miguel (el Unamuno que prefiero es el de los libros
de viajes o ensayos cortos sobre arte), precisamente algunas de las crónicas
que escribía para La Nación, de sus
andanzas por Portugal y España, las relacionadas con el reciente viaje que he
hecho por Extremadura, me topo con algunos pasajes interesantes.
Este comienzo de
“Trujillo”, que nos hace pensar en el turista actual, el habitante de las grandes
ciudades que, cuando tiene unos días libres, huye de ellas como de la peste:
“Tres días de
vacaciones; el último de octubre y los dos primeros de noviembre… La cosa está
clara; a huir de la ciudad y de sus cuidados, a respirar aire de campo libre, a
correr tierras, villas y lugares.” (183)
Y, sin embargo,
si atendemos al comienzo de “Guadalupe” vemos que la actitud de Unamuno es muy
diferente del dominguero o turista actual (estas crónicas son de 1909):
“La España
pintoresca y legendaria sería mucho mejor conocida que lo es –por los españoles,
se entiende- si tuviéramos mejores caminos y vías de comunicación o si fuésemos
más entusiastas y menos comodones. Entre nosotros, el amor a la hermosura y la
tradición no ha llegado aún a formas de piedad. Y así, cuando hace aún pocos
días marchaba yo con dos amigos a visitar el célebre monasterio de Guadalupe,
las gentes sencillas de aquellas tierras no se explicaban las molestias que
soportábamos sino atribuyéndolo a que lo hiciésemos por promesa o voto
religioso.” (102)
Tras describir
los paisajes que recorre y visitar el monasterio (no sin darnos noticias de lo
que cuenta sobre él José de Sigüenza, pero sobre todo ponderando su “colección
de libros de coro –tal vez la mejor de España-” y la “soberbia colección
de cuadros de Zurbarán que en la
sacristía se guardan”), al regresar, deplora lo siguiente, insinuando una
crítica premonitoria al turismo vulgar de nuestros días:
“Es una lástima
que la ramplonería de la rutina española lleve a tantas gentes a pueblecillos
triviales, de una lindeza de cromo que encanta a los merceros enriquecidos, y
haga les asuste pasar incomodidades para ir a gozar de visiones que están fuera
del tiempo.” (106)
Debo anotar, al
paso, que actualmente, a pesar de seguir estando un poco mal comunicado,
gracias al automóvil, el monasterio de Guadalupe, y la población, se han
convertido en lugar de turismo masivo.
Pero lo que más
me interesa del Unamuno viajero es su mirada, una mirada intelectual y
penetrante, que ve las cosas (también las siente) de una manera desusada y
profunda, poniendo de relieve las claves en que se sustentan. En su crónica de
Trujillo, huye del erudito local y del cicerone,
y se deja guiar de un chiquillo desharrapado. Me parece muy perspicaz su visión
de la biblioteca del casino local:
“En el casino
nos mostraron primero la biblioteca, una biblioteca pobrísima, cuyo catálogo
podría hacer de memoria después de no haberle echado sino un vistazo. El
inevitable Diccionario Enciclopédico, que sirve para dirimir las cuestiones con
apuestas; la colección de Autores Españoles de Rivadeneyra, y los volúmenes de
dos o tres de esas llamadas bibliotecas, generalmente ilustradas, que se
publican en Barcelona; volúmenes que tal o cual ilustración da de regalo a sus
suscriptores. Es decir, libros que no hay que escoger, pues se los dan a uno
escogidos; basta decir: “envíeme los tomos todos que vayan publicando en la
biblioteca o colección tal o cual”. En resolución, la biblioteca del casino de
Trujillo es la típica biblioteca que no se forma para lectores, sino para visitantes,
para que no se diga que en el casino principal de esta población no hay
biblioteca, para que no se nos tenga por incultos. Y sobre la mesa lo único que
se lee algo: periódicos diarios y la indispensable Ilustración Española y
Americana, para ver los santos. En tal biblioteca no encontramos ni un alma;
estaba completamente vacía.
Lleváronnos luego
a ver el salón de baile, y para ello tuvimos que atravesar la sala de juego.
Estaba llena. Casi todos los socios que a aquellas horas había en el casino se
agrupaban en torno del tapete verde. Todos los que faltaban en la biblioteca
sobraban aquí.» (188-89)
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