domingo, 1 de junio de 2025

Sobre el turismo: con Unamuno de viaje por Extremadura

 

Por aquel salón de actos de la Facultad de Filosofía y Letras de Valencia, en los años de la Transición, pasaron notables figuras de las letras: recuerdo a Manuel Puig, a Juan Goytisolo, o a los numerosos grupos teatrales que nos trajo Antoni Tordera (Caterva de Gijón, Esperpento de Sevilla o el Libre Teatro Libre Latinoamericano, por ejemplo). Un buen día un grupo de jóvenes muy modernos y à la page presentaban una revista de nombre ambiguo, Diwan, que tanto podía aludir  al diván de Freud, como al farol de considerarse los número uno. Allí estaban Alberto Cardín, Biel Mesquida y también Jiménez Losantos. El caso es que tras mostrar su refinamiento, inteligencia y actitud polémicamente avanzada (hablaban mucho de Lacan, Barthes y otros), al llegar el turno de palabras, la tomó un extraño en el público (no se trataba de un universitario), con ciertos indicios de retraso, o desorientación, que dijo:

- Todo eso está muy bien. Pero yo pienso que lo que hay es que leer más a Unamuno.

Sensación de tierra trágame generalizada, y uno de los jóvenes (tal vez Jiménez Losantos) supo complacer al espontáneo ponderando lo mucho que él apreciaba a don Miguel.

 

Recuerdo esto porque hoy, releyendo a don Miguel (el Unamuno que prefiero es el de los libros de viajes o ensayos cortos sobre arte), precisamente algunas de las crónicas que escribía para La Nación, de sus andanzas por Portugal y España, las relacionadas con el reciente viaje que he hecho por Extremadura, me topo con algunos pasajes interesantes.

 

Este comienzo de “Trujillo”, que nos hace pensar en el turista actual, el habitante de las grandes ciudades que, cuando tiene unos días libres, huye de ellas como de la peste:

 

“Tres días de vacaciones; el último de octubre y los dos primeros de noviembre… La cosa está clara; a huir de la ciudad y de sus cuidados, a respirar aire de campo libre, a correr tierras, villas y lugares.” (183)

 

Y, sin embargo, si atendemos al comienzo de “Guadalupe” vemos que la actitud de Unamuno es muy diferente del dominguero o turista actual (estas crónicas son de 1909):

 

“La España pintoresca y legendaria sería mucho mejor conocida que lo es –por los españoles, se entiende- si tuviéramos mejores caminos y vías de comunicación o si fuésemos más entusiastas y menos comodones. Entre nosotros, el amor a la hermosura y la tradición no ha llegado aún a formas de piedad. Y así, cuando hace aún pocos días marchaba yo con dos amigos a visitar el célebre monasterio de Guadalupe, las gentes sencillas de aquellas tierras no se explicaban las molestias que soportábamos sino atribuyéndolo a que lo hiciésemos por promesa o voto religioso.” (102)

 

Tras describir los paisajes que recorre y visitar el monasterio (no sin darnos noticias de lo que cuenta sobre él José de Sigüenza, pero sobre todo ponderando su “colección de libros de coro –tal vez la mejor de España-” y la “soberbia colección de  cuadros de Zurbarán que en la sacristía se guardan”), al regresar, deplora lo siguiente, insinuando una crítica premonitoria al turismo vulgar de nuestros días:

 

“Es una lástima que la ramplonería de la rutina española lleve a tantas gentes a pueblecillos triviales, de una lindeza de cromo que encanta a los merceros enriquecidos, y haga les asuste pasar incomodidades para ir a gozar de visiones que están fuera del tiempo.” (106)

 

Debo anotar, al paso, que actualmente, a pesar de seguir estando un poco mal comunicado, gracias al automóvil, el monasterio de Guadalupe, y la población, se han convertido en lugar de turismo masivo.

 

Pero lo que más me interesa del Unamuno viajero es su mirada, una mirada intelectual y penetrante, que ve las cosas (también las siente) de una manera desusada y profunda, poniendo de relieve las claves en que se sustentan. En su crónica de Trujillo, huye del erudito local y del cicerone, y se deja guiar de un chiquillo desharrapado. Me parece muy perspicaz su visión de la biblioteca del casino local:

 

“En el casino nos mostraron primero la biblioteca, una biblioteca pobrísima, cuyo catálogo podría hacer de memoria después de no haberle echado sino un vistazo. El inevitable Diccionario Enciclopédico, que sirve para dirimir las cuestiones con apuestas; la colección de Autores Españoles de Rivadeneyra, y los volúmenes de dos o tres de esas llamadas bibliotecas, generalmente ilustradas, que se publican en Barcelona; volúmenes que tal o cual ilustración da de regalo a sus suscriptores. Es decir, libros que no hay que escoger, pues se los dan a uno escogidos; basta decir: “envíeme los tomos todos que vayan publicando en la biblioteca o colección tal o cual”. En resolución, la biblioteca del casino de Trujillo es la típica biblioteca que no se forma para lectores, sino para visitantes, para que no se diga que en el casino principal de esta población no hay biblioteca, para que no se nos tenga por incultos. Y sobre la mesa lo único que se lee algo: periódicos diarios y la indispensable Ilustración Española y Americana, para ver los santos. En tal biblioteca no encontramos ni un alma; estaba completamente vacía. 

Lleváronnos luego a ver el salón de baile, y para ello tuvimos que atravesar la sala de juego. Estaba llena. Casi todos los socios que a aquellas horas había en el casino se agrupaban en torno del tapete verde. Todos los que faltaban en la biblioteca sobraban aquí.» (188-89)

 

 N.B. Las citas proceden de mi edición de Austral de Por tierras de Portugal y de España.

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