domingo, 27 de abril de 2025

Natalia Ginzburg sobre la literatura infantil: "Sin hadas y sin magos"

  

Corrían los últimos años del siglo XX cuando, paseando por el Retiro, en uno de mis viajes a Madrid, me detuve ante un pequeño teatro que habían montado frente al estanque y donde los juglares modernos representaban una obrita con niño y dragón. El caso es que en un momento dado, cuando el niño se asusta ante el dragón, aparece otro personaje, tal vez la madre, tal vez el hada madrina, para decirle al niño que no tiene que asustarse, que el dragón no es malo, solamente es diferente. Me quedé ligeramente aterrado, y tuve una sensación parecida a la que experimenté, cuando veinte años atrás, vi un día, cerca de la estación del Norte de Valencia, a un muchacho bien vestido, al parecer de buena familia, pidiendo dinero. Entonces sentí que algo profundo había cambiado en el mundo en que yo vivía: eran los primeros síntomas de lo que llegaría a ser el estrago de la droga por esos años 80. Ahora, ante esa representación teatral del Retiro, intuía un cambio profundo –y en mi opinión no para bien- que se iba a producir en el universo de nuestros conceptos y estimaciones. Una avanzadilla de lo que se convertiría después en la dictadura de lo políticamente correcto.

 

Leyendo hoy un ensayo de mi querida Natalia Ginzburg, que se titula “Sin hadas y sin magos” (recogido en su recopilación de columnas periodísticas Vida imaginaria), me encuentro con que ella había denunciado casi treinta años antes (abril de 1972) lo que supongo serían los primeros síntomas de esa nociva ideología.

 

Intentaré sintetizar con mis palabras algunas partes y al mismo tiempo tendré que citar un poco por extenso sus palabras –que son de oro- para que se siga bien el asunto y sus reflexiones.

 

Comienza su ensayo nuestra autora con la anécdota de que ha comprado (y leído) los cuatro libros con que el editor Giulio Einaudi inaugura una colección para niños: Tantibambini, dirigida por Bruno Munari (el conocido diseñador y teórico del diseño, así como autor de libros infantiles). Se centra en un libro que lee rápidamente, L´uccellino Tic Tic, de un tal E. Poi:

 

“Es la historia de un niño que tiene miedo del lobo, pero el pajarito Tic Tic da  de comer al lobo, le da muchas cebollas, cabezas de sardina y zapatos viejos, el lobo ya no tiene hambre, se vuelve bueno y el niño ya no tiene miedo. Una historia graciosa.” (152)

 

Siente Natalia, sin embargo, que hay algo irritante en el libro, y descubre que son las palabras de la contraportada de la colección:

 

“Cuentos e historias sencillas, sin hadas y sin brujas, sin castillos lujosísimos ni príncipes guapísimos, sin magos misteriosos, para una nueva generación de individuos sin inhibiciones, sin sumisiones, libres y conscientes de su fuerza.” (153)

 

Esas palabras le parecen “de una presuntuosidad desmedida” y manifiesta:

 

“si L´uccellino Tic Tic se presentaba como parte de un programa pedagógico y como biblia de las nuevas generaciones, entonces encontraba L´uccellino Tic Tic repulsivo.” (153)

 

“A la luz de esta irritación, leí de nuevo L´uccellino Tic Tic y no me pareció gracioso en absoluto.  La moraleja del L´uccellino Tic Tic es que hay que dar de comer a los lobos porque así se vuelven buenos. No es verdad. Quien lo escribió pensó que, para los niños, desmitificar la idea del lobo era algo bueno. Pero los lobos existen. Se los puede saciar tanto como se quiera, lobos eran y lobos son, y suelen comerse a los hombres. Además de los lobos, existen personas que se parecen a los lobos y el mundo está lleno de ellas. No veo que ventaja puede brindar a los niños pensar que los lobos se vuelven dóciles si se les da de comer. Tampoco veo qué ventaja obtienen los niños del hecho de no temer a los lobos. Es un error creer que el miedo es un mal; el miedo es necesario sufrirlo y aprender a soportarlo.” (153)

 

Repara de nuevo en los cuatro libros de la colección:

 

“Todo era previsible y predispuesto. Una colección para la infancia debería ser arriesgada y libre como un bosque. Esta, en cambio, era como una estructura de madera.” (154)

 

Compara estos libros con Los cuentos populares italianos, de Italo Calvino:

 

“Es un libro estupendo. Está lleno de hadas, de magos, de príncipes lujosísimos y castillos bellísimos. También está lleno de campesinos y de pescadores. En él se respira el aire libre de la fantasía y a la vez el aire áspero de la realidad. No contiene más moralejas que las que cada día nos ofrece tácitamente nuestra vida real. No contiene intenciones pedagógicas de ninguna clase. Está escrito con una prosa límpida, lineal y concreta, una prosa ejemplar, porque es así como se debe escribir para los niños, una prosa totalmente falta de palabras superfluas.[…] Calvino, por supuesto, no tenía en la cabeza ninguna idea educativa, pero, la verdad sea dicha, no hay nada más educativo que el estilo cuando este es claro, ágil y real. Los cuentos populares italianos son cuentos verdaderos, generosamente creados para regocijo del prójimo, tal y como deben ser los cuentos para niños, inventados y creados únicamente para la felicidad.” (154)

 

Continúa su alegato en contra de esa irritante falsedad que percibe de la siguiente manera:

 

“Las razones por las que hoy en día es tan difícil escribir para los niños son infinitas, pero una de ellas es, sin duda, que nos domina la idea de que a los niños todo puede hacerles daño. La fantasía nos aterra porque es arriesgada, imprevisible y fuerte. Tenemos poca y encima la usamos con manos parsimoniosas y remilgadas. Cuando se escriben o imprimen libros para niños, lo primero que se hace es atrancar puertas y ventanas. No a las historias de dolor porque el dolor hace daño. No a las historias de miseria porque son patéticas. No a las lágrimas. No a la conmoción. No a la crueldad. No a los malos porque los niños no deben conocer la maldad. No a los buenos porque la bondad es sentimental. No a la sangre porque causa impresión. No a los lujosísimos castillos porque son evasión. No a las hadas porque no existen. Los niños son frágiles y por eso los alimentaremos con viandas lavadas y desinfectadas. Los educaremos en la concreción, pero antes esterilizaremos la concreción, aislaremos dentro de ella lo que no brilla ni destella.” (155-156)

 

 Y termina así:

 

“Añadiré que lo que detesto de la frase “sin hadas y sin magos, para una nueva generación de individuos sin inhibiciones, sin sumisiones, libres y conscientes de su fuerza” es la retórica y el optimismo generacional. Esperemos, por supuesto, que las nuevas generaciones estén formadas por individuos libres. Pero no sabemos absolutamente nada. Además, no podemos saber si crecer sin inhibiciones es un bien. Tal vez dentro de poco se descubra que las inhibiciones, de las que el hombre actual presume de haberse desembarazado, las inhibiciones y la lucha de los individuos para superarlas o convivir con ellas eran el pan y la sal del espíritu.” (157)

 

Me gusta coincidir con tan preclara mujer.



N.B. La traducción del texto de Ginzburg corresponde a Ana Ciurans Ferrándiz para la edición de Vida imaginaria, de la editorial Lumen

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