lunes, 21 de abril de 2025

Algunas anécdotas sobre Carnero y su poesía.

 

En la Facultad de Filología de Valencia, hacia finales de los 70, Jenaro Taléns (en su asignatura Poesía española contemporánea) nos mandó a hacer trabajos por grupos en que debíamos dar cuenta de un poemario completo de poetas contemporáneos vivos. El grupo en que figuraba yo elegimos a Manuel Vázquez Montalbán y su obra Una educación sentimental. No estuvo mal el trabajo y aprendimos bastante de la cultura popular (que se insertaba en sus versos) y también alguna formulación que nos acompañó en muchas de nuestras salidas nocturnas: La noche complica la soledad. A determinados grupos de estudiantes Jenaro les consiguió citas con el autor de la obra para aclarar conceptos. No así al nuestro. Montalbán ya era entonces una gran figura y, además, vivía en Barcelona. Pero recuerdo un grupo de chicas que trabajó un libro de Martínez Sarrión y que se reunieron con él. “Las chicas de Sarrión” les llamamos una temporada. Otro grupo tuvo la suerte de trabajar Dibujo de la muerte, de Guillermo Carnero. Alguno de sus miembros me contó la impagable experiencia de que el autor les explicara el contexto histórico, cultural o artístico que se escondía debajo de cada verso. Para poner los dientes largos.


Poco después tuvimos a Carnero de profesor, aquellas estupendísimas clases en el teatrillo del tercer piso de la Facultad, con Carnero fumando cigarrillo tras cigarrillo, perorando como un libro abierto, así de calmado y preciso era, y con su consabido rictus de la sonrisa con los labios hacia abajo. Mucho aprendí de tan buen maestro, pero sobre todo un par de estrategias pedagógicas que luego, en lo que pude, procuré llevar a mis clases de enseñanza secundaria. Contextualizar la época o autor que estudiábamos con la mostración de obra plástica en diapositivas, o la reproducción musical de piezas que permitieran entender mejor la materia. Cuántas veces me acompañó Serrat al explicar Antonio Machado o Miguel Hernández en clase, pero también Arcangelo Corelli cuando tratábamos de Buero Vallejo y su Concierto de San Ovidio.

Si valoraba antes que el propio autor te ayudara a entender las claves de sus poemas es porque la poesía de Carnero no es sencilla ni fácil de comprender. De ahí que me gusten mucho algunos de sus poemas (“Capricho en Aranjuez”, digamos) o fragmentos de ellos, pero no ella en su totalidad. 

Estos tres versos finales del soneto “Razón de amor” (Divisibilidad indefinida), por ejemplo, me subyugan:

 

en que se omite la mezclada gloria

de vacuidad, de encanto y de vileza

que por imprecisión llamamos vida.

 

Aquí aparece el término vileza, pero es muy frecuente en Carnero la presencia del término sordidez. Recuerdo la frecuente guerra que mantenía con un poeta amigo (detractor de la poesía de Carnero) cuando yo recitaba admirativamente:

La sordidez es nuestro pan,

origen del discurso que llamamos poema,

y él lo repetía despectivamente. (Era algo parecido al “Así, así, así gana el Madrid” entonado en diferentes campos.)

El asunto es que la tan concurrida sordidez vuelve a aparecer (dos veces nada menos) en el poema que recientemente tecleé para el blog, el dedicado la vejez de Tiépolo.

Hay un poema de su primera época, “Erótica del marabú” que ejemplifica esa idea, tan cara a Carnero, de que el poeta hurga en la carroña de la vida (en su sordidez, diríamos) para extraer de ella su gran creación estética. Cuento esto porque, recientemente, pensé mucho en este poema de Guillermo Carnero, al leer lo siguiente en los Cuadernos de África, de Miquel Barceló:

El artista que come oscuridad y caga luz.

 

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