sábado, 28 de mayo de 2022

Fábula de la zorra (o vulpeja) y el cuervo, por Apuleyo, en versión de Ramón Pérez de Ayala

 

Disfruté mucho, hace años, leyendo el librito de Carlos García Gual dedicado a la fábula de la zorra y el cuervo. Allí recogía diez versiones del relato: desde Esopo y Fedro, a La Fontaine, Samaniego y algunos modernos, pasando por don Juan Manuel y Juan Ruiz, Arcipreste de Hita. Lo que no me esperaba yo es que, leyendo los artículos de Ramón Pérez de Ayala sobre Fábulas y ciudades, me iba a encontrar con otra versión, que no conocía, que practica la amplificatio y presenta algunas novedades, que insertó el romano Apuleyo en un libro suyo misceláneo titulado Florida. Versión que, por otra parte, no se encuentra en el ciberespacio. Así que he decidido teclearla en traducción del asturiano, junto con un breve comentario suyo.


La vulpeja y el cuervo vieron a la vez un pedazo de carne. Ambos se apresuraron, por apoderarse de él, con celo parejo y velocidad impar; la vulpeja, a la carrera, el cuervo al vuelo. Por lo tanto, el pájaro iba delante de la bestia; y a favor de un viento de cola, deslizándose con las dos alas extendidas, se anticipa; luego, no menos jubiloso con el botín que con el triunfo, se remonta raudo y va a posarse a seguro sobre el vértice sumo de una encina próxima. La vulpeja decidió conseguir, mediante labia dolosa, aquello mismo en que las piernas no le habían servido de nada. Se llegó al pie de la encina, donde se sentó; y al contemplar allá arriba al depredador, hinchado como un general romano que recibe la ovación, principió a adularle astutamente. “Yo bien sabía -dijo- que era disparatado empeño competir contigo, oh, pájaro apolíneo, cuyo cuerpo está tan armoniosamente proporcionado que no peca de pequeñez ni se excede por grande en demasía, sino que alcanza y consume aquella justa medianía que conviene a la eficacia y lleva consigo hermosura. Pulido de plumaje, aguzado de pico, robusto de pecho. Perspicaz, por tus ojos, pertinaz, por tus uñas. Pues, ¿qué diré del color? Puesto que sólo dos colores sacan ventaja al resto, el negro y el blanco, con que entre sí difieren la noche y el día. Apolo hizo don gracioso de cada uno de ellos a sus dos pájaros dilectos: el blanco, al cisne, y el negro, al cuervo. ¡Pluguiera al dios que, así como dotó al cisne con canora facultad, te hubiese distribuido a ti también una voz melodiosa! Y no que tan preciosa ave, cual eres tú, que descuella sobre todas las criaturas que pertenecen a la aviación, ha de vivir muda, sin lengua y viuda de una voz adecuada, que haga las delicias del dios. Cuando el cuervo oyó esto, y que no le faltaba sino cantar para conseguir superioridad absoluta, al punto se propone lanzar un grito musical, a fin de no quedar por debajo del cisne ni siquiera en esa habilidad; de suerte que se olvida del pedazo de carne, que retenía en un mordisco, y abre la boca, con dilatado rictus; por donde, lo que ganó al vuelo lo perdió en un grito; al paso que la vulpeja lo perdido corriendo lo recobró sin moverse del sitio, y nada más que con astucia. Condensemos ahora la fábula anterior en breves términos: el cuervo, por demostrar ser un gran tenor, creído, según la persuadió la zorra, de que aquello era el complemento de su rara belleza corporal, quiso cantar y no logró sino graznar; y además la presa que llevaba en la boca fue a caer a la boca de su inductora.”


Pérez de Ayala hace un breve comentario: “La fábula de Apuleyo es más prolija y detallada que la de Fedro. Desde luego el detalle del trozo de carne es más verosímil, ya que la vulpeja y el cuervo son carnívoros. Es problemático que ninguno de esos dos bichos silvestres supiese lo que es un queso, ni que de tal modo les excitase la gula ese producto doméstico de la industria lechera. Son evidentes, además, en esta fábula, los aciertos expresivos y la graciosa versatilidad de matices, en lenguaje irónico.” (p. 32-33)


Lo que a mí particularmente me gusta de esta versión es la competición (tierra / aire; cisne / cuervo) y lo que se gana y lo que se pierde (velocidad / ingenio), aparte del detalle de la carne, tal como observa el traductor.


N.B. Hay una maravillosa estatua de La Fontaine, junto con sus dos criaturas contendientes, en un parque de París (en el jardín Ranelagh, cerca del museo Marmottan, donde están los Nenúfares de Monet) que, si yo estuviera esta noche allí viendo la final de la Champions entre el Madrid y el Liverpool, no dejaría de visitar a la mañana siguiente (las dos cosas: la estatua y los cuadros). No la reproduzco para que no me salga la palabreja Alamy sesenta veces sobreimpresionada, pero os invito a que la busquéis en Internet.

martes, 24 de mayo de 2022

Un poema de Francisco Brines: VIDAS PARALELAS (con breve comento)

 

VIDAS PARALELAS


A Guillermo Carnero


DON Gregorio Mayáns cuenta en epístola

la costumbre adquirida de un caballero valenciano, dotor

Balthasar Íñigo, que estudió doce años las obras

de Gassendi, para lo cual subía a su terrado

amaneciendo y no bajaba hasta el anochecer.


Amigo mío, tu costumbre adquirida

va por el año sexto, y anocheciendo subes

con criatura mísera a tu alcoba

(yo sé cuán húmeda), y en el amanecer

viuda de ti desciende. Tu talento persigue

conocimiento de la vida, y eres experto

en materia inmoral. Has logrado, y me admira,

digna serenidad, pues tras los sobresaltos

y esforzados sucesos que narras con decoro,

fatiga tu mirada una experiencia dura.


No es fácil acertar quién alcanzó, con tan distantes métodos,

mayor sabiduría, más vida plena,

(y oyéndote la risa funeraria) más placer.

Hay en lejanas vidas secretos casamientos,

y en juicio confuso es la sentencia torpe;

el tiempo sea el juez, y no habrá engaño:

que a debida distancia cualquier vida es de pena.


(Francisco Brines, Aún no, 1971)


Viendo anoche el programa de Imprescindibles, dedicado a Francisco Brines, muchas cosas pasaron por mi cabeza. Me impresionó ver el cuerpo del poeta (ya casi espíritu, como el de mi madre poco antes de morir), pero al mismo tiempo ese cuerpo casi derruido conservaba una cabeza lúcida todavía. Elegíaco -como la poesía del autor- me resultó ver poetas (que conocí en su treintena) ya casi sesentones, o a Guillermo Carnero, que fue profesor mío allá por 1979 y 80, con todo el pelo blanco. 

La conjunción Brines-Carnero me lleva a este poema, uno de mis preferidos del primero, dedicado al segundo. Los que asistíamos a las clases que Guillermo, en el teatrito del tercer piso de la antigua Facultad de Filosofía y Letras, nos impartía sobre Modernismo y Vanguardias, intentábamos desentrañar el sentido de "el rictus" de Carnero: esa media sonrisa en la boca con que nos decía las cosas más serias y las más canallas, sin llegar a saber nunca si hablaba en serio o se reía (de nosotros, del mundo, de él mismo). Pues bien, al leer en este poema eso de "la risa funeraria" no podíamos dudar de que Brines había calado perfectamente a nuestro admirado profesor. 

A mí, particularmente, me gustaba esa supuesta contraposición (?) de eros y saber en que se basaba el poema, pues a lo que aspiraba yo -como muchos de mi generación- era a sintetizar ambos y llevar una vida sabiamente erótica o eróticamente sabia. Pero, desde luego, lo que más me tocaba del poema era su verso final, ese verso que es una lección de vida (y de resignación): "que a debida distancia cualquier vida es de pena", y que de alguna manera me recuerda el final del Réquiem de Rilke:

"¿Quién habla de victorias? Sobreponerse es todo."




sábado, 14 de mayo de 2022

Las fogosas morillas de Jaén: Axa, Fátima y Marién. Una lectura erótica. Comentario de texto.

 


Me gustaba, cuando daba clases a alumnos adolescentes (en plena efervescencia vital y hormonal), buscar en los textos, cuando era posible, y no se traicionaba el sentido, sus connotaciones eróticas, sean puramente amorosas o directamente sexuales. Así, por ejemplo, en el poema de Bécquer (“Volverán las oscuras golondrinas”) que comento en otro post.


Al estudiar la poesía medieval me solía detener bastante con Manrique, pero también comentaba romances o poemas líricos, como éste, de las morillas. Lo que me apasiona de la literatura en general, pero también de la medieval, es su capacidad de sugestión, de dejarte entrever más, mucho más de lo que literalmente observas. Eso ocurre con este zéjel, donde todo se sugiere, casi nada se dice.


El comentario que realizaba en clase era breve, de tipo semántico principalmente, intentando explicitar las connotaciones implícitas en el poema. Lo transcribo aquí en la versión que presentan Dámaso Alonso y José Manuel Blecua en la Antología de la poesía española (Lírica de tipo tradicional), Gredos.


Tres morillas me enamoran
en Jaén,
Axa y Fátima y Marién.

Tres morillas tan garridas
iban a coger olivas,
y hallábanlas cogidas
en Jaén,
Axa y Fátima y Marién.

Y hallábanlas cogidas,
y tornaban desmaídas
y las colores perdidas
en Jaén,
Axa y Fátima y Marién.

Tres moricas tan lozanas,
tres moricas tan lozanas,
iban a coger manzanas
a Jaén,
Axa y Fátima y Marién.



Un par de precisiones léxicas antes de comenzar: garridas, es sinónimo de lozanas, es decir, bien parecidas, hermosas. Desmaídas vale tanto como sin fuerza, desfallecidas, desmayadas.


¿Qué pasa, pues, en el poema? La voz que habla nos presenta en el estribillo sus nombres, su patria chica y su atracción hacia ellas: me enamoran. El atractivo de las tres morillas vuelve a aparecer en la primera y tercera mudanza del zéjel, en esta última repetida: tres morillas tan garridas y tres moricas tan lozanas (2 veces).


En la primera mudanza se nos dice que las morillas iban a coger olivas. Y puesto que están en Jaén, nada más normal que esa recolección.


Ahora bien, todo ocurre en la segunda mudanza.


Y hallábanlas cogidas,
y tornaban desmaídas
y las colores perdidas

Si se encontraban con que las olivas estaban cogidas, eso puede dar a entender que alguien las cogía por ellas (¿tres moros? ¿tres cristianos? Chi lo sa?). El caso es que el tiempo que ellas debían invertir en recoger las olivas (¿dos, tres horas?) lo podían emplear en otros menesteres. ¿Cuáles? Si volvían desmaídas / y las colores perdidas, no hace falta tener demasiada imaginación para pensar que se entregaban a juegos amorosos, en los que se cansaban y perdían los colores.


¿Les gustaban estos juegos a las morillas? Todo parece indicar que sí, pues en la tercera mudanza aparece toda una estructura de repetición (paralelismo con la primera mudanza, reiteración del primer verso, etc.) que nos da a entender que con las manzanas (símbolo de tentación donde los halla) pasaría lo mismo que con las olivas.


De ahí el adjetivo que les dedico a tan célebres (y celebradas) morillas en el título del post.



Si me preguntan cuál es mi poema preferido dentro de la lírica medieval, tendría que citar el siguiente (también lo leí en una antología de don Dámaso):


Alma mía, entra quedo,

que me estoy muriendo de miedo.


Y también por razón de sus profundas connotaciones eróticas. Una mujer (como en las jarchas y las canciones de amigo) se dirige al amado y le solicita silencio y suavidad (que ambos sentidos puede tener quedo) en la acción que acomete.


Ahora bien, ¿de qué acción se trata? ¿Está el amante entrando en su habitación, y tiene miedo la mujer de que le oigan sus padres -o tal vez su marido? ¿O está entrando en su cuerpo -desfloración- y la doncella le pide calma, suavidad, que vaya con tiento, pues se está muriendo de miedo: es la primera vez que se entrega a un hombre?


Tal vez haya más significados posibles que el poema sugiera, pero con estos dos me bastan para ver que se trata de una maravillosa mina de connotación semántica.





miércoles, 4 de mayo de 2022

Fray José de Sigüenza: el mejor prosista español probablemente

 

En su ensayo sobre “La seriedad del estilo” (recogido en La inspiración y el estilo, 1966) deja caer Juan Benet la siguiente observación: “En nuestro país no es posible hablar de la mejor calidad de nuestra prosa sin tropezarse con el inevitable padre Sigüenza.” Intentaré en este escrito aclarar las razones de los adjetivos que dedica a su prosa y al padre.


Todo empieza en Menéndez Pelayo (¡como tantas cosas!). En el capítulo 11, del tomo 1 de su Historia de las ideas estéticas, dedicado a los “Tratadistas de artes plásticas”, aparece el siguiente pasaje:


y si se reunieran los juicios de pintores y de cuadros esparcidos por la Historia de la Orden de San Jerónimo, del P. Sigüenza, estilista incomparable, bajo cuya mano los secos anales de una Orden religiosa, enteramente española, y no de las más históricas, se convirtieron en tela de oro, digna de los Livios y Xenophontes, tendríamos un Salón no desapacible, que quizá convidaría a muchos profanos a la lectura completa de este grande y olvidado escritor, quizá el más perfecto de los prosistas españoles, después de Juan de Valdés y de Cervantes. No diré que las ideas del P. Sigüenza sobre el arte tengan el alcance ni la trascendencia de sus meditaciones sobre la teodicea o sobre la filosofía de la historia, pero indican algo, todavía menos frecuente que las nociones estéticas en los que no son artistas; es decir, la emoción personal y viva enfrente de las obras de arte, y la facilidad para expresarla.”


Subrayo las apreciaciones destinadas a tener largo recorrido: la perfección de su estilo y el hecho de ser uno de los más perfectos prosistas españoles (por más que olvidado y poco conocido).


Menéndez Pidal, por su parte, lo incluye en su Antología de prosistas españoles (de 1899, aumentada en 1917), junto con Fernando de Rojas, el anónimo autor del Lazarillo, los dos Luises (Granada y León), Cervantes, santa Teresa, Quevedo, Gracián y otros muchos eximios prosistas; pero donde -en mi opinión- hay una ausencia imperdonable: la de don Diego Saavedra Fajardo. Pidal repite el juicio de Pelayo (el parangón con Juan de Valdés y Cervantes) y selecciona un par de textos muy representativos de su estilo.


Unamuno, a quien Abraham Waismann en el prólogo a La sabiduría de la vida, de Schopenhauer, ed. Porrúa, llama “gran hurgador de rarezas y cosas ocultas” (así descubrió a Kierkegaard o la hispanofilia del filósofo alemán), también se topó con el padre Sigüenza, al que confiesa haber leído detenidamente en su libro de viajes Andanzas y visiones españolas, 1920. Allí desgrana, en diversos ensayos, juicios muy elogiosos sobre él y cita fragmentos muy sugestivos de su obra.


Del ensayo titulado “En Yuste” recojo (y subrayo) el siguiente pasaje que sintetiza, podríamos decir, su consideración: “Uno de los más grandes escritores con que cuenta España –y en el respecto de la lengua, si otros le igualan, no se puede decir que haya quien le supere– es el P. fray José de Sigüenza [...] Su Historia de la Orden de San Jerónimo está libre de las pedanterías estilísticas y lingüísticas del siglo XVII [la publicó en 1599], y que es una de las obras en que más sereno, más llano, más comedido y más grave y más castizo discurre nuestro romance castellano.


Hasta aquí todo casa bien (en esa línea de grandes ensayistas y pensadores de nuestra tradición que constituyen los dos Menéndez y Unamuno), pero más extraño nos resulta encontrar lo siguiente en una carta que le escribe Luis Cernuda, exiliado, profesor en Cambridge, a su amiga Nieves Matthews (hija de Salvador de Madariaga) el 1 de octubre de 1942:


Me falta concentración hasta para leer. Y eso que trato de releer, por cuarta o quinta vez, a Fray José de Sigüenza, el mejor prosista español probablemente. ¿Le conoces?” (Tomado de Rafael Martínez Nadal: Luis Cernuda. El hombre y sus temas, Hiperión1983, quien anota: “Parece recoger al pie de la letra el juicio de Unamuno sobre el autor de Historia de la Orden de San Jerónimo.” Subrayado mío.)


Después de lo que llevamos visto ¿no resulta casi inevitable lo que dice Benet en las líneas con que abríamos este post?


miércoles, 27 de abril de 2022

MATISSE EN BARCELÓ

 

Rescato de uno de mis cuadernos de notas un texto que escribí hace casi 27 años. Acababa de descubrir hacía unos meses la pintura de Miquel Barceló en una exposición en el centro del Carmen del IVAM (Valencia). El hechizo fue tal que visité la muestra tres veces en una semana (nunca me ha ocurrido nada parecido en mis vivencias artísticas). Ese verano, en Basilea, vi el cuadro de Matisse que me sugirió la relación que trazo.


No es de extrañar que las sopas, las ensaladas o mesas servidas y bodegones, sean motivos habituales en la obra de Barceló; y es que si hay algo que caracteriza a su actitud ante la pintura es la voracidad. Barceló es un pintor voraz, poderoso, inagotable, aparte de tremendamente capaz (es decir, técnicamente muy dotado). Ningún tema le es ajeno, ningún estilo. El objetivo es siempre acrecentar las posibilidades de lo visible (hacer visible, que decía Paul Klee). De ahí que ante las pinturas de Barceló nos podemos poner a pensarlas, comentarlas, especular sobre ellas (Barceló es un pintor muy culto y muy consciente), pero sobre todo convocan nuestra mirada, y la sacian (cosa que tan pocos pintores consiguen). Por eso es difícil apartarse de ellas; durante horas y más horas la mirada se pierde (se encuentra) en ellas.


Uno de los aspectos más fascinantes de la creación de Barceló (¡hay tantos!) es la manera en que se enfrenta a la tradición pictórica (para un artista de finales del siglo XX es casi inevitable), la asimila, la reelabora, dando su réplica personal sobre ella, que siempre resulta sugestiva. Así ocurre con Barceló lo que postulaba Borges para los escritores modernos: su capacidad de influir en el pasado. Leer Dante a partir de Kafka, por ejemplo. Y encontrar en sus merodeos por el Infierno y Purgatorio variantes de las derivas de K. o Joseph K.


El caso es que le reciente contemplación (en el Kunstmuseum de Basilea) de una pintura de Matisse (“Nature morte aux huîtres”, 1940) me hizo pensar: ¡Cómo se parece a Barceló! En la pintura podemos ver, desde una perspectiva cuasi cenital, una superficie azul -que sería el mantel- diagonalmente representada -y cortada- respecto al rectángulo del cuadro. Sobre ella vemos un plato con ostras, unos limones, una bolsa, un jarro y un cuchillo. Bajo el intenso azul del mantel no es perceptible una mesa y un suelo, sino dos colores: un tenue naranja y un rojo fuerte. El conjunto del bodegón, más que una invitación al gusto, es una invitación a los ojos: los objetos se encuentran emplazados ahí para crear un efecto de visión pura, para deleitar nuestra mirada.




Pues bien, el motivo de la mesa con alimentos, vista desde una posición alzada, diagonalmente emplazada, y donde el festín gastronómico se convierte en un festín visual, es frecuente en Barceló. Por ejemplo, en su magnífico “Restaurant chinois avec grenouilles”, 1985 (donde, de paso, a través de plantas y ventanas, hace toda una sugestiva recreación de la tradición pictórica china).






La pintura de Matisse es de imágenes nítidas; la de Barceló, como es habitual en él, de imágenes más pastosas, difuminadas. Pero, me pregunto yo: ¿no habrá sido ese estupendo cuadro de Matisse el que haya despertado -ciñéndonos al motivo de la mesa con alimentos- todo el aluvión de Barceló? ¿No erán los cuadros de esa temática de Barceló variaciones personales y enriquecedoras sobre la pintura de Matisse, es decir, el mejor homenaje que se le podría hacer a un modelo estimulante?.


Septiembre de 1995.

sábado, 16 de abril de 2022

LA GLORIA DE DON RAMIRO, de Enrique Larreta: taracea intertextual del siglo de oro.

 

Un próximo viaje a la ciudad de Ávila me ha llevado a releer La gloria de don Ramiro, de Enrique Larreta, 35 años después. Si en mi juventud me hechizó la fascinante historia, con su mezcla de ascetismo y sensualidad, pero sobre todo con su manejo prodigioso del lenguaje que evocaba con una belleza sin desmayo el de nuestro siglo de oro, ahora me sigue gustando la historia (aunque puedo verle sus defectos), pero la enorme creación estilística es lo que se me impone nuevamente. Pocas obras literarias son tan representativas como ésta de esa verdad básica de la literatura: las obras se sostienen por y desde el lenguaje.


Muchas cosas pasan en este narración (Amado Alonso, en su clásico estudio habla de “inundación de materia novelesca”, p. 106), novela eminentemente descriptiva (Alonso, 109). Eso quiere decir que, aunque se acumulen los hechos, el ritmo narrativo es lento, porque más que narrarlos se nos describen. Algunas de las cosas que pasan son excesivamente casuales (dos encuentros con su padre moro –en el primero le salva la vida, p. 102-3; en el segundo se produce la anagnórisis, p. 266; asistencia al auto de fe en que queman a su antigua amante árabe, Aixa, p. 258-9; encuentro con Santa Rosa de Lima, que se nos narra retrospectivamente, tras su muerte, p. 276). Ese cúmulo de casualidades narrativas hace que, desde ese punto de vista, la novela flaquee; pero como hemos dicho otras son sus virtudes. Dos especialmente, que hacen de ella una gran novela:


1- el intento de reconstrucción de una época: el siglo XVI español especialmente – época de Felipe II (que evidencia la pasión arqueológica y coleccionista del autor): cómo era la ciudad de Ávila en ese momento, sus instituciones (nobleza, limpieza de sangre, inquisición, autos de fe, forja de armas…), sus costumbres...


2- recreación estética del lenguaje de época: cómo levanta el periodo histórico no sólo a través del mundo referido sino de ese trabajo del lenguaje de época tan hermosamente recreado, el estilo modernista finisecular acercándose a la lengua del XVI (del Lazarillo, de Santa Teresa, de Cervantes, por entendernos). Unamuno, en un ensayo sobre la obra de Larreta, observaba, a propósito del lenguaje: “sin dejar de ser moderno quiere a la vez ser antiguo, tener sabor del siglo XVI español, y lo consigue.” (Por tierras de Portugal y España)


jueves, 7 de abril de 2022

HACER EL AMOR: un ejemplo de cambio semántico perfectamente fechable

 

Cuando, a finales de los 70, la expresión “hacer el amor” significaba para mi generación “practicar el sexo”, “realizar el coito” (“Haz el amor y no la guerra” era un lema muy popular de la década anterior, la de los hippies, los Beatles y la guerra del Viet-Nam) recuerdo habérsela oído a mi padre (nacido en 1921) con el sentido de “cortejar”, “enamorar” a una chica. Mucho me extrañó ese uso y él me explicó que era el habitual en su juventud.

Unas líneas de Julián Marías, en su libro La mujer en el siglo XX, escritas en 1979, nos dan luz sobre ese caso de desplazamiento o cambio semántico.


Se está deslizando en la mente del hombre de nuestra época (varones y mujeres por igual) la idea de que hombres y mujeres se interesan mutuamente sólo para hacer algo, concretamente la relación sexual. Es a lo que se llama ahora, con una expresión que en español quiere decir otra cosa, “hacer el amor”. La forma francesa faire l´amour o la inglesa make love se refieren al acto sexual (ahora, y no originariamente); en español, “hacer el amor” significa cortejar, enamorar. Decía D. Juan Valera, malignamente, que hacer el amor es lo que conduce a faire l´amour; se entiende, más adelante, en otro momento. Este desplazamiento semántico está haciendo que esta expresión resulte en español ambigua y poco utilizable, porque no se sabe bien si se la emplea en su sentido español recto o en el que se le está inyectando, por contagio de otras lenguas.”


(Alianza Editorial, 1980, p. 114)


Otro matiz de tipo semántico sería la distinción actual entre “follar” (práctica casi puramente sexual) y “hacer el amor” (donde propiamente ya comparece el amor).