lunes, 7 de marzo de 2022

Una curiosidad léxica: Una golondrina no hace verano

 

En el sabrosísimo diálogo que sostienen Don Quijote y un joven vivaracho con que se encuentra en su camino y que responde al singular nombre de Vivaldo, en un momento dado, hablando de la necesidad de que los caballeros andantes tengan una amada a quien se encomiendan en su continuo batallar, se produce este intercambio verbal:


Con todo eso —dijo el caminante—, me parece, si mal no me acuerdo, haber leído que don Galaor, hermano del valeroso Amadís de Gaula, nunca tuvo dama señalada a quien pudiese encomendarse; y, con todo esto, no fue tenido en menos, y fue un muy valiente y famoso caballero.

A lo cual respondió nuestro don Quijote:

Señor, una golondrina sola no hace verano. Cuanto más, que yo sé que de secreto estaba ese caballero muy bien enamorado; fuera que aquello de querer a todas bien cuantas bien le parecían era condición natural, a quien no podía ir a la mano. Pero, en resolución, averiguado está muy bien que él tenía una sola a quien él había hecho señora de su voluntad, a la cual se encomendaba muy a menudo y muy secretamente, porque se preció de secreto caballero.

(Don Quijote, I, 13)


Siempre me resultó un tanto extraña esta frase proverbial, pues pensaba que debería ser “Una golondrina no hace primavera”. Ciertamente sonaba mejor la versión empleada por Cervantes, pero la otra parecía más correcta en cuanto a su significado a tenor de las costumbre migratorias de tan celebrada ave. Con lo cual yo no sabía muy bien cuál forma emplear. A veces decía una, a veces la otra.


Una reciente lectura de la Introducción al Símbolo de la Fe, Fray Luis de Granada, me vino a sacar de dudas. Tras los preliminares de la obra, en el primer capítulo, nos encontramos con esto:

domingo, 13 de febrero de 2022

Sobre el conocimiento en literatura, a partir de una reflexión de Milan Kundera

 

Hablando de Los dioses tienen sed, de Anatole France, y de cómo este que fue celebérrimo autor en su momento figuraba en todas las listas negras sobre escritores en la Francia de los 60, escribe Milan Kundera:

“no conservo de otras novelas de France más que vagos recuerdos y algunas ni siquiera las he leído. De hecho, así solemos conocer a los novelistas, incluso a aquellos que nos gustan mucho. Digo: “Me gusta Joseph Conrad”. Y mi amigo: “A mí, no mucho”. ¿Hablamos en realidad del mismo autor? De Conrad he leído dos novelas, mi amigo sólo una, que yo, en cambio, no conozco. Y sin embargo, con toda inocencia (con toda la inocente impertinencia), cada uno de nosotros está seguro de tener una idea acertada sobre Conrad.

¿Es esta situación compartida por otras artes? No del todo. Si les dijera que Matisse es un pintor de segundo orden, les bastaría con pasar un cuarto de hora en un museo para comprender que soy un idiota. Pero ¿cómo releer todo Conrad? ¡Les llevaría semanas! Las distintas artes acceden de un modo distinto a nuestro cerebro; se instalan en él con otra facilidad, otra rapidez, otro grado de inevitable simplificación; y también otra permanencia. Todos hablamos de la historia de la literatura, todos la reivindicamos, seguros de conocerla, pero in concreto, ¿qué es la historia de la literatura en la memoria de todos? Un patchwork formado por imágenes fragmentarias que, por puro azar, cada uno de los miles de lectores se ha hilvanado para sí mismo. Bajo el cielo agujereado de semejante memoria vaporosa e ilusoria, estamos todos a merced de las listas negras, de sus veredictos arbitrarios e inverificables, siempre dispuestos a imitar su estúpida elegancia.”

(El encuentro, p. 75-6)

domingo, 30 de enero de 2022

Un delicioso fragmento costumbrista de "Clarín", el provinciano universal, de Juan Antonio Cabezas

 

Siempre contaba a mis alumnos en clase que, cuando yo estudié el Bachillerato, a principios de los 70, en mi libro de texto se le dedicaban dos líneas a Clarín y La Regenta para descalificarlos a ambos. Clarín había sido un gran olvidado en la historia de la literatura hasta que esa bendita edición de La Regenta en Alianza Editorial lo volvió a poner en manos de muchísimos lectores. Por eso tiene mucho mérito la biografía que en 1935 escribió Juan Antonio Cabezas, “Clarín”, el provinciano universal. Escrita de manera muy literaria (poco positivista), acertaba sin embargo a darnos una imagen muy viva del escritor. Tecleo para el blog el comienzo del capítulo VIII, que constituye un delicioso cuadro costumbrista brillantemente escrito:



En Oviedo vive todavía, en este año de 1935, un peluquero que afeitó a Alfonso XII. Fue un día del mes de julio de 1877. El joven monarca, que acaba de llegar a Oviedo, siente la necesidad de afeitarse. Y he aquí que un emisario regio se presenta en a peluquería de Lobón para pedir que afeite a su majestad. Nada menos que eso. Fue un momento de emoción sin precedentes en la historia de la noble artesanía de Oviedo. Las navajas alemanas, relámpagos de acero bruñido por los navajeros de Solingen, se voltearon con maestría sobre los suavizadores de cuero. Las bacías se volvieron de oro al contacto con el vinagre y los más delicados perfumes se descorcharon -¿y cuándo mejor?- para perfumar las barbas reales. Ahí es nada afeitar a un rey auténtico y con toda la barba, aunque sea partida en dos parcelas, como la que Alfonso XII puso de moda en su tiempo. Todos sus años, que son ya muchos, los vivió el bueno de Felipe con el recuerdo de aquella emoción, la más dulce y fuerte de su vida. En memoria de aquel día, fausto en los anales de su artesanía, Lobón llevó en adelante sus barbas al estilo alfonsino. Y jamás se sentó un cliente en su establecimiento de la calle de la Rúa, sin que el buen Fígaro dejase de iniciar esa charla vulgar y acomodaticia de los barberos, con estas palabras, equivalentes para Lobón al “Decíamos ayer...” de fray Luis: “Cuando yo afeité a Alfonso XII...”

martes, 18 de enero de 2022

Carlo Ancelotti y Schopenhauer. Tangencias inauditas

 

Hoy, que me levanto con la noticia de la muerte de Francisco Gento, el post tendrá un carácter futbolero. A Paco Gento, extremo legendario, yo lo vi jugar a finales de los 60, cuando tenía ya mermadas sus facultades. No deslumbraba con su juego, no se pudiera decir que fuera todavía “la galerna del Cantábrico”, pero lanzaba los penaltis en el Madrid y casi todos iban dentro.

Pero lo que quería comentar hoy es una tangencia inaudita entre Carlo Ancelotti y el filósofo Schopenhuaer.

Todos recordaremos aquella manifestación del técnico italiano cuando dijo que Nacho Fernández era tan bueno porque era pesimista. Y explicó: como es pesimista, cree que todo le va a salir mal, y se esfuerza al máximo en evitar errores.

Pues bien, leyendo hoy los Aforismos sobre la sabiduría de la vida, del filósofo alemán, me topo con el siguiente pasaje, a propósito de la distinción platónica entre los díscolos (personas de mal humor) y los éucolos (personas joviales):

Pero no es fácil hallar un mal sin compensación alguna. Así ocurre que los díscolos, los caracteres sombríos e inquietos, tendrán en suma que soportar más desdichas imaginarias, pero en desquite, menos reales que los caracteres alegres y despreocupados; porque aquel que todo lo ve negro, que busca siempre lo peor y que, por tanto, toma sus medidas en consecuencia, no tendrá tantos desengaños como el que presta a todas las cosas colores y perspectivas risueñas.”

Qué sabio se nos antoja el bueno de Carletto.

lunes, 13 de diciembre de 2021

Tangencias inauditas: Gavroche y el gitanillo cantor (Victor Hugo y Cela)

 

Lo vemos a diario en los supermercados. El homeless, el sin techo, como lo traducimos, el alcohólico callejero avanzan su moneda o monedas -frecuentemente calderilla- en la cinta movediza, y sólo entonces depositan su botella de cerveza o tetrabrick de vino. Salen a paso ligero con su presa del establecimiento y no esperan el ticket de compra. ¿Para qué? ¿Qué podrían reclamar ellos? Bastante es que les vendan el producto y no les nieguen la entrada amparándose en la reserva del “derecho de admisión”.


Este detalle de ir con el dinero por delante (ellos no tienen crédito) no se le escapa a la literatura, y hoy quiero traer al blog un par de fragmentos en que, precisamente, este pequeño detalle constituye uno de los elementos de la profunda sugestión que provocan en el lector.


El primero pertenece a Los miserables, de Victor Hugo, obra titánica y destartalada, folletinesca y verbosa, que no deja de ser grande, aunque sólo fuera por la creación del personaje de Gavroche, ese niño de la calle (ese gamin), verdadero ángel de los suburbios, que va sembrando el bien y dejando una estela de generosidad por donde quiera que anda.


En un momento de la obra Gavroche se encuentra en la calle dos niños desamparados (no sabe que son sus hermano, pues hace tiempo que no vive en casa), los acoge, les da alojamiento en un lugar inusitado (el elefante de la plaza de la Bastilla, arquitectura efímera del XIX) e incluso los alimenta. Esta es la escena:


jueves, 9 de diciembre de 2021

Elogio de la traductora: Agata Orzeszek

 

Corría el año 1983, y con Javier acudí a los cursos de verano de la UIMP en Santander (el de “Literatura medieval y Literatura contemporánea”, dirigido por Francisco Rico, debía de ser). En el Palacio de la Magadalena conocimos a unas polacas, estudiantes de español en su país, que también asistían: Yola y Basha. Hicimos amistad con ellas. Solíamos salir por la ciudad e incluso hacer excursiones por la provincia. Yola era morena, sensata, honda y decidida. Basha era una rubia muy guapa, de origen aristocrático -según decía-, bastante frívola e inestable. Todavía existía el bloque del Este, pero ellas no eran comunistas, sino más bien lo contrario. Javier tuvo un breve affaire amoroso con Yola y yo bebía los vientos por Basha, que no me hacía mucho caso. Parecía interesarle más el guapo camarero del bar del Palacio. Mi debilidad por Basha me costó verme atrapado en las tremendas inundaciones de ese verano. Cuando ya me disponía a irme hacia Arredondo y abandonar la ciudad, donde no dejó de llover en todo el tiempo en que estuvimos, me encontré con Basha, que me pidió el favor de llevarle una maleta a Madrid. Ante mi resistencia (por el temporal que se acercaba y el celoso resquemor que hacia ella sentía), sólo me dijo: “Es tan pequeña”. Claro que habría que escuchar su pronunciación y presenciar su coqueto gesto para entender por qué me derretí, fui a buscar la maleta, perdí una hora en salir de la ciudad y me cogió el temporal a la altura de Astillero. El motor del coche colapsó por el agua, las carreteras devinieron intransitables y suerte tuve de poder encontrar una habitación en un hotelito de un pueblo cercano (San Salvador, creo que era) donde pude descansar y esperar que escampara, y al día siguiente, a través de una carretera que parecía el paisaje después de una batalla, llegar a Arredondo.

Javier y yo estábamos pasmados de lo bien que hablaban nuestras amigas polacas el español. Tanto que Javier una vez me dijo:

- En cualquier momento, yendo en el coche, nos pueden decir: “Tened cuidado, que el firme de esa curva está muy mal peraltado.”


He recordado este episodio de mi juventud leyendo hoy Un día más con vida, de Ryszard Kapuscinski. ¿No habéis tenido la experiencia, leyendo a Kapuscinski, de pensar qué bien escribe en español? No parece que estemos leyendo una traducción, sino que el portentoso polaco es un escritor de la estirpe de Cervantes.

Pues bien, esto, que me ha ocurrido hoy, y las muchas veces que he leído otro libros del autor, no es sino obra de lo magníficamente que lo traduce la polaca Agata Orzeszek (pongamos su nombre en negrita, lo merece) a nuestra lengua. Sin duda, la traductora polaca debió tener los mismos -o parecidos- excelentes profesores de español que nuestras amigas Yola y Basha.

Habitualmente en este blog suelo criticar errores flagrantes de traducción. Sirva el post de hoy como elogio de un brillante representante de esa profesión (los truchimanes), tan sacrificada y útil a la res publica.


domingo, 28 de noviembre de 2021

Dos fragmentos de LA COLMENA de Cela (el gitanillo cantor), comentados por Lázaro Carreter

 

Traigo de nuevo al blog un comentario de texto de Fernando Lázaro Carreter, de sus magníficos libros de Anaya para estudiantes de 1º de BUP. El hecho de que esté fusilado en el ciberespacio, sin citar a su autor, me ha servido para teclear un poco menos. He intentado, eso sí, restituir el texto a como era en aquellos asombrosos manuales azules.

Lo inserto en el blog por su valor en sí, y porque me servirá para contextualizar una entrada que tengo en mente escribir próximamente. Aquí va el comentario:


     Introducción


Camilo José Cela (nacido en 1916) ocupa un puesto destacadísimo entre los prosistas contemporáneos. Su obra es abundante y polifacética: novelas de construcción muy diversa, cuentos, libros de viajes, ensayos, obras de prosa varia… Pero en cualquier género, destaca por lo vigoroso de sus creaciones y por su virtuosismo en el manejo de la lengua.


De su amplia producción, escogemos ahora La Colmena (1951), novela que traza un abigarrado cuadro del Madrid de la posguerra (la acción se sitúa en 1942). Según su autor la obra “no es otra cosa que un pálido reflejo, que una humilde sombra de la cotidiana, áspera, entrañable y dolorosa realidad”. Acaso también sea una pintura hecha a través de lentes deformantes que el autor se pone para acentuar su amargura y su disconformidad ante lo que la realidad le ofrece. Sus páginas -como casi todas las de Cela- son duras, desgarradoras, hasta crueles, aunque con resquicios que dejan ver una soterrada ternura.