miércoles, 30 de enero de 2019

Un curiosísimo romance con metamorfosis y tragedia: Margarita o la cierva blanca

En el libro Viaje por los montes y chimeneas de Galicia, de Jose María Castroviejo y Álvaro Cunqueiro, se recoge este bellísimo romance (página 152, de la edición de Austral) que no me resisto a transcribir (hago una leve corrección en el último verso: leo "queman" en lugar de "quedan"; para ello me apoyo en la única versión -casi idéntica a la de nuestro libro- que he podido encontrar en el ciberespacio:

Allá pasan por el bosque,
va la madre con la hija;
la madre canta un cantar, 
pero la niña suspira.
- ¿Qué te hace suspirar?
¿Por qué lloras, Margarita?

- Es que sufro sin decirlo,
soy Margarita de día,
pero de noche me vuelvo
una blanca cervatilla.
Condes y duques me siguen,
cazadores y jaurías,

y el que más me acosa, madre,
es mi hermano Roldanías.
Anda, pronto, madre, pronto,
dile que no me persiga,
dile que amarre sus perros
hasta que amanezca el día.

- Roldanías, ¿dónde tienes
tus pajes y tus jaurías?
- Están en el bosque, madre,
tras de blanca cervatilla.
- ¡Deténlos, hijo, deténlos,
deténlos, por vida mía!

Con su cuerno plateado
llama tres veces seguidas.
A la tercera llamada,
cazan a la cervatilla.
- Mandemos despellejarla
y servirla en la comida.

Dice el que la despelleja,
bien oiréis lo que decía:
"Tiene rubios los cabellos,
tiene el seno de una niña."
Saca el cuchillo del cinto
y pronto la descuartiza.

Ofrecen una gran cena
al rey y a su comitiva.
- Estamos todos sentados,
sólo falta Margarita.
- Yo me senté la primera;
empezad vuestra comida.

Mi cabeza está en la fuente
y mi carne en la vajilla,
mi sangre está derramada,
fresca aún, en la cocina;
y en brasa mis pobres huesos
se queman en la parrilla.


P.S. Se trata de la adaptación de un romance francés, al parecer bretón, y que data del siglo XVI, que se recoge en Le romancero populaire de la France, de G. Doncieux, Paris, 1904.
Los versos finales de la versión francesa (mon sang est répandu par toute la cuisine, / et sur les noirs charbons, mes povres os y grillent) me reafirman en mi lección de "queman" en lugar de "quedan".

Ni que decir que este romance de la fille biche o biche blanche está en el origen de la leyenda de Bécquer La corza blanca.

lunes, 14 de enero de 2019

Un apunte sobre técnicas de estudio (leyendo a Jean Guitton)



Leyendo, ya a mis años, jubilado después de más de 35 de docencia, un par de libros de Jean Guitton sobre técnicas de trabajo intelectual (Nuevo arte de pensar y El trabajo intelectual) me complace ver que, los consejos y estrategias que propone, coinciden con los que yo, intuitivamente, me fui forjando en mis años de estudiante (me refiero a los últimos años de antiguo bachillerato y COU, y, sobre todo, a los años de Universidad). Por ello, aparcando un momento la palabra escrita de tan gran maestro, o entreverándola con mis propias reflexiones, me voy a permitir dar cuenta, valga lo que valiere y en un orden poco estricto, de algunas de mis ideas particulares sobre el aprendizaje (entiendo que algunas resultarán chocantes).

viernes, 11 de enero de 2019

Una gran lección sobre qué sea poesía. Gastón Baquero comenta un poema de Lezama Lima


En mi proyecto de traer a este blog páginas difíciles de encontrar de autores cubanos, empiezo con un fragmento de Gastón Baquero, en que hace un luminoso comentario de un poema de Lezama Lima, luminoso por cuanto dice sobre el poema (poesía purísima, de no fácil intelección) y por cuanto dice sobre la poesía en general. Se refiere al encuentro de un lector común, no demasiado avezado en la lectura poética, que tiene sensibilidad, y que ha leído a Rubén Darío, pero que de repente se topa con un poema de vanguardia como el siguiente.
El libro de Lezama es de 1941, y el ensayo de Baquero ("La poesía de Lezama Lima") de 1942.


Pero si este mismo hombre toma en sus manos el libro Enemigo rumor y se entra por él, encuentra que el primer poema dice:


Ah, que tú escapes en el instante
en el que ya habías alcanzado tu definición mejor.
Ah, mi amiga, que tú no quieras creer
las preguntas de esa estrella recién cortada,
que va mojando sus puntas en otra estrella enemiga.
Ah, si pudiera ser cierto que a la hora del baño,
cuando en una misma agua discursiva
se bañan el inmóvil paisaje y los animales más finos:
antílopes, serpientes de pasos breves, de pasos evaporados,
parecen entre sueños, sin ansias levantar
los más extensos cabellos y el agua más recordada.
Ah, mi amiga, si en el puro mármol de los adioses
hubieras dejado la estatua que nos podía acompañar,
pues el viento, el viento gracioso,
se extiende como un gato para dejarse definir
.


¿Qué impresión produce este poema tan bello, tan fino, en ese tipo de lector que asumimos? Lo que ocurre es, posiblemente, que echa de menos la anécdota; que no sabe bien a qué atenerse en cuanto a lo que allí se ha “querido contar” -esta es su concepción- y procura formarse un esquema lógico, una traducción a su lenguaje, de lo que el poema ha dicho ya impecablemente en el suyo. Gracias a esto, arriba a la conclusión de que se trata de un poema más en que un poeta llora el desdén de que ha sido objeto por parte de su amada. Ve, además de eso, una suma de cosas que no tienen mayormente que ver con el problema del desdén, y ha PERDIDO PIE REPETIDAS VECES EN LA LECTURA PORQUE NO SABE CON CERTEZA qué cosa sea esa estrella recién cortada, que va mojando sus puntas en otra estrella enemiga”, o esa agua discursiva, o esos cabellos extensos, ese mármol de los adioses o ese viento que se tiende como un gato.

Imaginemos que una percepción más fina, pero todavía de carácter estrictamente lógico, le llevase a urdir este esquema riguroso, esta descomposición del poema en sus momentos e imágenes, con la necesaria reducción de esas imágenes a los hechos ocurridos. Llega de ese modo a lo siguiente: El poeta ha sido abandonada por su amada en el instante precisa en el que esta iba a decidirse, o sea, a “alcanzar su definición mejor”, pues la mejor definición de una amante ante su amado es decidirse sin reservas a quererle. La amiga se niega a creer las preguntas que formula una estrella recién cortada ante otra estrella que considera enemiga y en la cual va mojando sus puntas. Esa estrella recién cortada es el propio poeta, que se compara con una estrella caída de su posición sideral -que es el amor de su amiga-, de donde ha sido cortada o arrancada, recientemente. Va preguntando entonces, una vez caída ante la acción desdeñosa, para saber quién es la nueva estrella; va mojando en esta sus doloridas puntas, para saber quién ocupa ahora su puesto en el cielo de su amada y quién es, por lo tanto, su estrella enemiga. Algo, la amiga o una suposición…, hace creer al poeta que existe una hora en que va a ser o pudo ser cierta su esperanza, su dicha. Esa hora es aquella en que tanto el paisaje como los animales más finos de la creación, aparecen, bajo el baño que les proporciona un agua fluente o discursiva, como sumergidos en un sueño, a través del cual apareciesen levantando, incorporando, creando para consuelo del poeta, las cabelleras más hermosas y el agua que con más amor es recordada por este. Pero comprendiendo el poeta que ese paisaje y sus animales inmersos, no han de ser y no son suficientes para sustituir o consolar la pérdida de la amiga, vuélvese a esta, ida ya, para decirle que debió dejarle por lo menos, como compañía, una estatua. Esta estatua, se comprende, es un recuerdo hermoso y fiel de la ausente, un recuerdo semejante al que nos queda cuando se nos da un adiós tan intenso, tan sentido, que podemos tomarlo como si fuese materia tan sólida como el mármol y hacer con él, con el adiós, un recuerdo tan puro y tan presente como la estatua. Y la amiga pudo y debió darle al poeta ese adiós porque para él, y en este día, todo, hasta el viento lleno de gracia, se le ofrece amoroso, se le tiende ante los ojos tan tiernamente como gato, para dejarse definir y entregarse.

Quedaría de este modo el lector acaso impuesto del tema del poeta, ¿pero es esta la lectura que conviene a la poesía? De leerse así, tan fatigosamente, permanece desconocido o ausente para el lector aquel mundo poético creado por el poeta. Los poemas que constituyen este libro necesitan de una lectura no meramente alfabética, sino creadora. Y precisan de esa lectura, ante todo, en el sentido de que no se les ha de leer para buscar en ellos las anécdotas, sino para conocerles como creación. Exigen lectura poética y no lógica en tanto que su existencia, estructura y expresión difieren totalmente de lo clasificado como poesía en el catálogo de las emociones y diversiones cotidianas. Su lectura supone la posesión, no de una clave, sino de una actitud hacia la poesía que se halle sostenida por algo más diáfano y seguro que el sentimentalismo. Una lectura poética supone, hoy más necesariamente que nunca, una posibilidad de colaboración previa entre el lector y el autor; requiere que exista entre ambos una estatura espiritual presidida por un mínimo de semejanza. Si no se posee disposición o aptitud para incorporarse la atmósfera poética específica, que es siempre algo ajeno al relato, algo que permanece en forma extraliteral en el poema, se corre el riesgo de reducir este al útil denominador común de lo ininteligible e insensato.”
Si aquel mismo lector asumido hace unos instantes hubiese leído el poema desde los valores poéticos que contiene, habríase percatado de que el poeta con quien inauguraba conocimiento, no toma como fin en el poema su propia situación sentimental, no quiere limitarse a contarla tal y como fue (real o imaginariamente), sino que parte de ella, arranca de ella, y la entrega recreada, enmarcada por elementos o nociones tan refinadamente manejados, tan creadores y seguros, que aquella situación inicial -si es que la hubo- semejante a tantas otras desdichas amorosas, se ha convertido en una nueva y distinta realidad: se ha convertido en un poema.

Este paso o transmutación de lo cotidiano, de lo vulgar y anecdótico a realidad extra histórica, a realidad trascendente, vivida en sí misma, independiente de sus orígenes y referencias, constituye el quehacer genuinamente poético.”

(Gastón Baquero: Ensayos selectos, editorial Verbum, p. 79-82. Corrijo alguna errata evidente -y otras que me lo parecen a mí.)

lunes, 17 de diciembre de 2018

Los "escarabajos" de Gombrowicz en su DIARIO ARGENTINO: aspectos cuantitativos de la ética

En proceso de revisión de mis papeles antiguos, me encuentro con una fotocopia que me entregó hace años Javier García Gibert, entonces un adepto de Gombrowicz y ferdydurkiano de pro. El texto era sumamente interesante porque planteaba, como sin querer, el asunto de los aspectos cuantitativos de la ética, cómo la cantidad, y no sólo lo cualitativo, interviene en nuestras decisiones finales de carácter ético. Un asunto trascendente.
Como la fotocopia es vieja y está a punto de perder su legibilidad, la he trascrito para preservar tan kafkiano fragmento en este (ciber)espacio.
El texto debe proceder del Diario argentino, edición de Sudamericana, 1968.


Me ocurrió ayer… Debo decir que nada puede igualarse, en ciertos aspectos, en cierto modo, con el horror del dilema que viví… Me encontré en la situación en que lo humano que hay en uno debe vomitar… Podría decirlo. Puedo atormentarme o no con esto, en realidad sólo depende de mí.

Estaba acostado bajo el sol, estratégicamente situado en la cordillera que forma la arena acumulada por el viento en el extremo de la playa. Son unas montañas de arena, dunas, ricas en colinas, vertientes, valles, un laberinto curvilíneo y polvoriento, en algunas partes coronado por un arbusto que vibra bajo el incesante empuje del viento. A mí me protegía una Jungfrau bastante alta, notablemente cúbica, altiva, pero a unos diez centímetros de mi nariz empezaba el ventarrón que azotaba sin tregua un Sahara quemado por el sol. Unos escarabajos – no sé cómo llamarlos – erraban penosamente por ese desierto, con fines ignorados. Y uno de ellos, al alcance de mi mano, yacía patas para arriba. Lo había volteado el viento. El sol le quemaba el vientre, lo que tenía que ser particularmente desagradable si se toma en consideración que ese vientre suele permanecer moviendo las patitas, y sabía que no le quedaba sino ese monótono y desesperado movimiento de las patas… ya desfallecía, quizás llevaba así muchas horas, ya agonizaba.

Yo, gigante inaccesible para él, con una inmensidad que me hacía ausente para él, miraba ese movimiento… alargué la mano y lo libré del suplicio. Se puso a caminar hacia delante. En un segundo había vuelto a la vida.

Apenas lo había hecho, cuando vi un poco más allá a otro escarabajo idéntico al anterior, en idéntica situación. Movía las patitas. Y el sol le quemaba el vientre. No tenía ninguna gana de levantarme… Pero, ¿por qué salvar a uno y al otro no? ¿Por qué a aquél, mientras que a éste…? Hiciste a uno feliz, ¿pero tiene que sufrir el otro? Tomé una ramita, alargué la mano…lo salvé.

Acababa de hacerlo cuando ví un poco más allá a otro escarabajo idéntico, en posición idéntica. Movía las patitas y el sol le quemaba el vientre.

¿Debía transformar mi siesta en una servicio de socorros de emergencia para escarabajos agonizantes? Pero ya me había familiarizado demasiado con ellos, con su ridículamente indefenso movimiento de patitas… y comprenderán quizá que si ya había empezado a salvarlos no tenía derecho a detenerme precisamente en el umbral de su derrota… demasiado cruel y en cierta forma imposible, imposible de cometer…¡Bah! Si entre aquél y los que había salvado existiera alguna frontera, algo que me autorizara a desistir… pero no había nada, solamente diez centímetros de arena más, siempre el mismo espacio arenoso, "un poco más lejos" es verdad, pero solamente "un poco". Y movía las patitas de la misma manera. Sin embargo, después de mirar a mi alrededor ví "un poco" más lejos a cuatro escarabajos moviendo las patitas, abrazados por el sol… no había remedio, me levanté y los salvé a todos. Se fueron.

Entonces apareció ante mis ojos la vertiente deslumbradora-calcinante-arenosa de la loma vecina y en ella cinco o seis puntitos que movían las patas: escarabajos. Me apresuré a salvarlos. Los salvé. Y ya me había quemado tanto con su tormento, integrado a ellos, que al ver cerca otros escarabajos, en las llanuras, en las colinas, en las barrancas, aquella islita de puntos torturados, empecé a moverme en la arena como un loco, ¡ayudando, ayudando! Pero sabía que eso no podía continuar eternamente, pues no sólo esta playa sino toda la costa hasta más allá de donde la vista se perdía estaba sembrada de ellos, entonces tenía que llegar el momento en que diría "basta" y tenía que llegar a un escarabajo que ya no salvaría. ¿Cuál? ¿Cuál? ¿Cuál? A cada rato me decía "éste", pero lo salvaba, no pudiendo decidirme a la terrible, casi ignominiosa arbitrariedad -¿por qué ése, por qué aquél? Hasta que al fin se realizó en mí la quiebra, de pronto, llanamente, suspendí en mí la compasión, me detuve, pensé con indiferencia "bueno, debo regresar", recogí mis cosas y me marché. Y el escarabajo, ese escarabajo
ante el que interrumpí mi socorro quedó moviendo las patitas (lo que en realidad ya me era indiferente, como si hubiera perdido el interés por ese juego… pero sabía que tal indiferencia me era impuesta por las circunstancias y las llevaba en mí como algo ajeno).

Jueves

Café en la rambla donde a esta hora de la tarde hay baile. La regocijante zamba, discretamente elegante, brilla desde las ventanas junto con el resplandor de las luces en la inmovilidad de las aguas susurrantes… hasta el Polo, hasta Australia. Sumampa. Nombres exóticos como aquel acechan a mis espaldas, en el fondo de la tierra firme, en el interior poblado aún por el idioma de los indios ha<ce tan poco tiempo exterminados.

Mozos. Jóvenes bailando. Refrescos y helados.

¿Si dijera que en aquello, en aquellos bicos había habido algo vergonzoso? ¿E “ignominioso”? Y sobre todo “miserablemente impotente”. Puedo definirlo así. De mí depende. Puedo ahora, en el dancing, entregarme al oprobio, pero también puedo pedir otra porción de helado y descartar aquello como un incidente tonto con unos bichos.

¿Si yo mismo dirijo mis terrores y mis angustias qué cosa entonces debe ser terrible para mí? Tengo que hacerle primero una señal al diablo… luego se me aparecerá. Quizás le haga la señal con demasiada frecuencia. Cultivo cierto tipo de miedo que pertenece al futuro… son miedos incipientes que sólo la generación que hoy madura sentirá verdaderamente.

¡La cantidad! ¡La cantidad! Tuve que abdicar de la justicia, de la moral, de la humanidad… porque no pude con la cantidad. Eran demasiados. ¡Perdón! Lo que es igual que afirmar que la moral es imposible. Ni más ni menos. Porque la moral tiene que ser la misma con respecto a todo el mundo, si no se vuelve injusta, es decir inmoral. Pero esa cantidad, esa inmensidad de cantidad se concentró en un bicho, uno solo, al que ya no salvé, en el cual interrumpí el salvamento. ¿Por qué precisamente en ése y no en otro? ¿Por qué debía ése pagar por el hecho de que existan millones?

Mi piedad terminó precisamente en ese momento… no sé por qué precisamente en ese bicho, igual a todos los demás. Hay algo insoportable, algo imposible de digerir en esa infinidad concretizada de pronto - ¿por qué precisamente ése?… ¿por qué ése? A medida que medito en el asunto empiezo a sentirme raro; tengo la impresión de disponer solamente de una moral limitada… y fragmentaria… y arbitraria… e injusta… una moral que (no sé si esto queda claro) por su naturaleza no es continua sino granulada.

lunes, 12 de noviembre de 2018

EL GUITARRISTA DE ST. ANDRÉ-DES-ARTS




Cuando llamé a Vicente para pedirle que me reservara habitación en París, insistí en que fuera por el barrio latino, a ser posible en St. André-des-Arts.
Es verdad que es la zona de París que más me gusta, también que es la más próxima a las librerías y así me permite descargar tras las razzias que suelo practicar en ellas, pero el motivo más hondo era, sin duda, cierta fijación entre sentimental y estética que adquirí respecto a esa calle en el curso de mi primer viaje a París -episodio inevitable en mi proyecto de carrera literaria. Yo había ido a estudiar un curso de la Alianza Francesa, que tenía lugar por las mañanas en la sede del Boulevard Raspail. Me alojaba en un pequeño y modestísimo albergue de la Rue Thérèse, cerca de los jardines del Palais Royal. Por las tardes -más flâneur que nunca- me dedicaba a patear boulevards, calles y callejas a ambos lados del Sena. La biblioteca del Beaubourg, la FNAC de Les Halles, el jardín de Luxemburgo o el museo del día, constituían auténticos santuarios de mi devoción parisina. Al caer la tarde solía acercarme de nuevo al barrio latino para comer -tan delicada era mi situación económica- algún bocadillo de kebab en La Huchette o pizza al taglio en St. Michel.
Una tarde, mientras hacía tiempo para mi frugal cena y paseaba por las calles aledañas, escuché el sonido de una guitarra que recreaba un clásico del jazz. Llevado por el hilo de la música vine a parar a St.André-des-Arts y allí me dirigí donde vi un corro de gente que, sin duda, rodeaba al autor de esa música. En efecto, allí estaba, sentado sobre un taburete, una guitarra acústica preparada para sonar como eléctrica, un pequeño amplificador a su lado y el estuche de la guitarra delante de él, abierto y ralo, con unas pocas monedas dentro. El guitarrista era un joven bastante atractivo, vestía camisa azul clara, pantalones negros con tirantes, zapatos de ante y sombrero. Su interpretación era más bien fría y distante, pero tocaba como los ángeles, con una nitidez geométrica y un swing envidiable. Yo estaba entonces aficionándome al jazz, que no era para mí todavía más que una nota a pie de página de Rayuela, y había comprado en París discos, inencontrables en España, de Billie Holiday, Thelonious Monk o Coltrane, también de Django Reinhardt o Jimmy Ranney. Por eso escuchar a este guitarrista callejero me producía un placer indescriptible. Era muy bueno, pensaba. ¿Cómo es posible que esté tocando aquí y no en los mejores clubs de jazz de París? Imaginaba que así sería y que el tocar en la calle constituiría para él un pasatiempo vocacional. ¡Tanto era su amor por la música! En el peor de los casos estaría velando armas para su lanzamiento internacional y su ascenso al estrellato. De momento, el público que le rodeaba parecía disfrutar de lo lindo, pero se mostraba remiso a la hora de gratificarlo y en su estuche las monedas no abundaban. Esto me contrariaba mucho, máxime cuando en la explanada del Beaubourg veía yo cómo músicos mediocres, mimos principiantes y actorzuelos de tres al cuarto llenaban sus bolsas a expensas de la ignorancia y mal gusto de los turistas. Le eché una moneda y me fui a cenar.

jueves, 1 de noviembre de 2018

Los dos pequeños lunares de un buen libro: 1936. LOS MITOS DE LA GUERRA CIVIL, de Enrique Moradiellos


.
Cuando en un reciente artículo de Antonio Muñoz Molina, en quien tengo bastante fe, ponderaba 1936. Los mitos de la guerra civil, de Enrique Moradiellos, como lo mejor que había leído al respecto, me faltó tiempo para hacerme con el libro y leerlo (devorarlo más bien, habida cuenta de que sus 230 páginas en un par de días cayeron: es verdad que tenía ganas de leer algo en relación con el tema).

Ahora bien, como quandoque bonus Homerus dormitat, en su más que provechosa lectura, me encontré con un par de lunares que afeaban, si bien en no gran medida, el texto. Los consigno aquí:

- En la página 43 (he manejado la primera edición, Península, 2004), a propósito del motivo de “las dos Españas”, refiere:

Y pocas semanas después, la solemne declaración aprobada por unanimidad en el Congreso de los Diputados sobre “reconocimiento moral de las víctimas de la Guerra civil” encabezaba su texto con la cita de un muy famoso verso de Antonio Machado: “Españolito que vienes / al mundo, te guarde Dios. / Una de las dos Españas / ha de helarte el corazón.” (El subrayado es mío.)

Aquí el autor incurre en un error muy habitual entre el público en general (y especialmente entre presentadores de televisión): confundir verso con poema (aunque en este caso se trata de una estrofa de un poema ligeramente mayor: un poema de 2 estrofas).
No es un verso lo que cita, sino una estrofa o parte de un poema, que consta de 4 versos: cada renglón de un poema constituye un verso.

Que el autor no tiene claro el concepto se confirma en la referencia a pie de página: “El verso forma parte de los “Proverbios y cantares” (número LIII) incluidos en Campos de Castilla (…)
Habría que decir, en rigor, “Los versos forman parte (…)

- El otro error llamativo se produce hacia el final del libro, en el “Epílogo abierto”, donde anuncia las palabras (de Azaña) con que va a cerrar el libro de la siguiente manera:

No cabe pensar en mejores y más sentidas palabras, por forma tanto como por fondo, para poner punto final a este ensayo histórico escrito como mandan los buenos cánones historiográficos, bona fides, sine ira et studio (con buena fe interpretativa, sin encono partidista y tras meditada reflexión):” (página 225)

Se trata de la célebre frase de Tácito, al principio de sus Anales, en que declara su actitud de historiar sine ira et studio, y que ha sido entendida siempre como manifestación de una actitud imparcial a la hora de enjuiciar los hechos históricos. Ahora bien, nuestro autor liga ese lema de Tácito con otro latinismo bona fides, que en el original no aparece. Pero lo más grave sucede cuando, entre paréntesis, glosa la expresión latina para explicitar su significado, donde da a entender que sine ira et studio podría traducirse como “sin encono partidista y tras meditada reflexión”. Ahora bien, tanto ira como studio van regidos por sine, preposición de ablativo, y por tanto se han de entender ambos negativamente. Si tenemos en cuenta que una de las acepciones en latín de studium-ii es “parcialidad política”, habría que traducir, como se hace habitualmente: “sin odio ni parcialidad”.

Pongo aquí debajo algunas de las traducciones recogidas en una pequeña navegación por internet:
sin odio ni parcialidad”, “senza ira né pregiudizi”, “without anger and without partiality”, “sin parcialidad ni encono”… and so on.

martes, 30 de octubre de 2018

Que muy bien podría aplicarse a nuestros informativos de televisión

En su ensayo "Velinas y silencio", 2009, recogido en Construir al enemigoMondadori, 2012, Umberto Eco, reflexionando sobre dos tipos de censuras, la tradicional, que se hace a través del silencio, y la moderna, que se hace por medio del ruido, escribe lo siguiente:
"El ruido como cobertura. Diría que la ideología de esta censura a través del ruido se puede expresar en términos wittgensteinianos, diciendo: de lo que hay que callar, se debe hablar muchísimo. El telediario de la primera cadena de nuestra televisión pública es el ejemplo príncipe de esta técnica, repleto de terneras de dos cabezas, pequeños robos, es decir, sucesos menudos que antaño los periódicos relegaban precisamente al final y que hoy, en cambio, sirven para llenar tres cuartos de hora de información, para que así no nos demos cuenta de que se han callado las informaciones que había que dar." (p. 203-204)

¿No nos recuerda esto a las informaciones que nuestro telediario nos hace padecer sobre Operación Triunfo, Master Chef, violencias más propias del antiguo periódico El Caso, etc. con que se echa una capa de humo sobre los temas realmente importantes?