Un curso de literatura universal no debe finalizar sin antes haber realizado una seria consideración sobre las lista de prohibiciones literarias que una buena tarde tuvieron a bien esbozar esa pareja de amigos (y escritores) argentinos:
En literatura hay que evitar:
- Las curiosidades y paradojas psicológicas: homicidas por benevolencia, suicidas por contento. ¿Quién ignora que psicológicamente todo es posible?
- Las interpretaciones muy sorprendentes de obras y de personajes. La misoginia de Don Juan, etc.
- Peculiaridades, complejidades, talentos ocultos de personajes secundarios y aun fugaces. La filosofía de Maritornes. No olvidar que un personaje literario consiste en las palabras que lo describen (Stevenson).
- Parejas de personajes burdamente disímiles: Quijote y Sancho, Sherlock Holmes y Watson.
- Novelas con héroes en pareja. La dificultad del autor consiste en: si aventura una observación sobre un personaje, inventará una simétrica para el otro, abusando de contrastes y lánguidas coincidencias. Bouvard et Pécuchet.
- Diferenciación de personajes por manías. Cf.: Dickens.
- Méritos por novedades y sorpresas: Trick-stories. La busca de lo que todavía no se dijo parece tarea indigna del poeta de una sociedad culta; lectores civilizados no se alegrarán en la descortesía de la sorpresa.
- En el desarrollo de la trama, vanidosos juegos con el tiempo y con el espacio. Faulkner, Priestley, Borges, Bioy, etc.
- El descubrimiento de que en determinada obra el verdadero protagonista es la pampa, la selva virgen, el mar, la lluvia, la plusvalía. Redacción y lectura de obras de las que alguien pueda decir esto.
- Poemas, situaciones, personajes con los que se identifica el lector.
- Frases de aplicabilidad general o con riesgo de convertirse en proverbios o de alcanzar la fama (son incompatibles con un discours cohérent).
- Personajes que puedan quedar como mitos.
- Personajes, escenas, frases deliberadamente de un lugar o época. El color local.
- Encanto por palabras, por objetos. Sex y death-appeal, ángeles, estatuas, bric-a-brac.
- La enumeración caótica.
- La riqueza de vocabulario. Cualquier palabra a que se recurre como sinónimo. Inversamente, le mot juste. Todo afán de precisión.
- La vividez en las descripciones. Mundos ricamente físicos. Cf.: Faulkner.
- Fondos, ambiente, clima. Calor tropical, borracheras, la radio, frases que se repiten como estribillos.
- Principios y finales meteorológicos. Coincidencias meteorológicas y anímicas. Le vent se lève!… Il faut tenter de vivre!
- Metáforas en general. En particular, visuales; más particularmente, agrícolas, navales, bancarias. Véase Proust.
- Todo antropomorfismo.
- Novelas en que la trama guarda algún paralelo con la de otro libro. Ulysses de Joyce.
- Libros que fingen ser menúes, álbumes, itinerarios, conciertos.
- Lo que puede sugerir ilustraciones. Lo que puede sugerir films.
- La censura o el elogio en las críticas (según el precepto de Ménard). Basta con registrar los efectos literarios. Nada más candoroso que esos dealers in the obvious que proclaman la inepcia de Homero, de Cervantes, de Milton, de Molière.
- En las críticas, todo referencia histórica o biográfica. La personalidad de los autores. El psicoanálisis.
- Escenas hogareñas o eróticas en novelas policiales. Escenas dramáticas en diálogos filosóficos.
- La expectativa. Lo patético y lo erótico en novelas de amor; los enigmas y la muerte en novelas policiales; los fantasmas en novelas fantásticas.
- La vanidad, la modestia, la pederastia, la falta de pederastia, el suicidio.
jueves, 17 de junio de 2010
viernes, 4 de junio de 2010
Una novela asombrosa: Abril quebrado, de Ismail Kadaré
Así suena un fragmento de esta novela que trata sobre el Kanun, el sangriento código de honor de las montañas albanesas. El escritor Besian Vorpsi y su joven esposa Diana, en viaje de novios, se dirigen a las montañas en carruaje:
Y así, apoyada contra él, con los ojos parpadeantes a causa del traqueteo, como una defensa frente a la tristeza que le provocaba aquel páramo estéril, evocaba mentalmente episodios de sus recuerdos junto a Besian Vorpsi, de los días en que se conocieron y de las primeras semanas de noviazgo. Los castaños a lo largo del gran bulevar, las puertas de los cafés, el centelleo de los anillos en los primeros abrazos, el piano que sonaba en la casa vecina la tarde en que había perdido la virginidad y decenas de cosas más que arrojaba contra el páramo interminable con la esperanza de llegar a poblar de algún modo tanta soledad. Mas el páramo permanecía inalterable. Su desnudez húmeda parecía dispuesta a devorar en un instante no sólo su reserva de felicidad sino incluso la totalidad de las felicidades acumuladas por todas las generaciones humanas. Diana nunca había visto una extensión tan carente de esperanza. No en vano comenzaban allí las Cumbres Malditas.
Y así, apoyada contra él, con los ojos parpadeantes a causa del traqueteo, como una defensa frente a la tristeza que le provocaba aquel páramo estéril, evocaba mentalmente episodios de sus recuerdos junto a Besian Vorpsi, de los días en que se conocieron y de las primeras semanas de noviazgo. Los castaños a lo largo del gran bulevar, las puertas de los cafés, el centelleo de los anillos en los primeros abrazos, el piano que sonaba en la casa vecina la tarde en que había perdido la virginidad y decenas de cosas más que arrojaba contra el páramo interminable con la esperanza de llegar a poblar de algún modo tanta soledad. Mas el páramo permanecía inalterable. Su desnudez húmeda parecía dispuesta a devorar en un instante no sólo su reserva de felicidad sino incluso la totalidad de las felicidades acumuladas por todas las generaciones humanas. Diana nunca había visto una extensión tan carente de esperanza. No en vano comenzaban allí las Cumbres Malditas.
miércoles, 26 de mayo de 2010
Milena Jesenská, que fue novia de Kafka, cuenta una anécdota sobre él
Cuando murió –era demasiado bueno para este mundo (y no me da miedo esta frase, está escrita aquí con plena justicia)- leí en uno de sus diarios un suceso de su juventud, y como me parece la cosa más hermosa que jamás he oído voy a relatarlo. Cuando era un muchacho –y muy pobre-, su madre le dio un día una moneda de un secherl (20 hellers). Jamás había poseído antes un secherl y por eso constituyó para él un gran acontecimiento, tanto más cuanto que se lo había ganado. Cuando fue a la calle para comprarse algo se encontró con una mendiga que tenía un aspecto de tan terrible pobreza que a él le impresionó y quiso de repente regalarle su moneda. Pero eran todavía tiempos en los que un secherl constituía, tanto para una mendiga como para un muchacho un pequeño tesoro. Le dieron tanto miedo las muestras de agradecimiento que pudiera manifestarle la mendiga, le asustó tanto la atención que su rasgo podía despertar, que cambió el secherl. Entonces entregó un kreuzer a la mendiga, dio toda una vuelta a la manzana y, viniendo en dirección contraria, le entregó un segundo kreuzer, y así diez veces; con toda honestidad le regaló las diez monedas, sin quedarse con ninguna, y luego estalló en sollozos, totalmente agotado por su acción.
jueves, 20 de mayo de 2010
Kafka y Virgilio: hablar y leer. La transfiguración lectora
Imaginamos a Kafka tartamudo, balbuciente a la hora de hablar. En efecto, como él mismo indica en la Carta al padre: “La imposibilidad de una relación serena tuvo otra consecuencia, por otra parte muy natural: perdí la facultad de hablar. Es probable que, de todos modos, no hubiese llegado a ser un gran orador, pero sin duda habría dominado el lenguaje fluido, habitual entre la gente. No obstante, ya muy temprano me prohibiste hablar; tu amenaza: “¡No te atrevas a replicarme!”, y tu mano alzada al proferirla, son dos cosas que me acompañan desde siempre. Frente a ti –eras un magnífico orador cuando se trata de lo tuyo- adquirí una forma de hablar entrecortada, balbuciente, y acababa por callarme, al principio quizá por obstinación, y después porque no podía pensar ni hablar en tu presencia.”
Nos quedamos, por tanto, sorprendidos, cuando en la biografía de Max Brod, su amigo, nos enteramos de que leer en voz alta era su afición predilecta y de que lo hacía extraordinariamente bien.
Algo parecido le ocurría a Virgilio, según refiere Donato: “Defendió una causa ante los jueces, y no más que una: pues Melisso transmitió que era torpísimo en el discurso y casi igual a un indocto.”
Pero poco más tarde leemos: “Declamaba con dulzura y encanto admirables. Y Séneca ha transmitido que el poeta Julio Montano había acostumbrado a decir que él le habría robado a Virgilio algunas cosas, si pudiera su voz y boca y ademán: porque los mismos versos declamándolos él sonaban bien, pero sin él eran vacíos y mudos.”
Esta contradicción entre el torpe hablar y el brillante leer me trae a la mente la imagen del albatros baudelairiano, con su gloria celeste y su torpeza terrena; y es que parece que lo que nos muestran tales casos es la dificultad, para ciertos eminentes individuos, de atenerse a lo terreno, lo relativo, lo mezquino, encontrándose sólo a sus anchas en el espacio de lo absoluto. Por ello los hombres que en el hablar son tardos y torpes se transfiguran –ésta es la palabra- en la lectura de la literatura, al acceder a otra dimensión, aquella que busca lo absoluto.
hacia 1992
Nos quedamos, por tanto, sorprendidos, cuando en la biografía de Max Brod, su amigo, nos enteramos de que leer en voz alta era su afición predilecta y de que lo hacía extraordinariamente bien.
Algo parecido le ocurría a Virgilio, según refiere Donato: “Defendió una causa ante los jueces, y no más que una: pues Melisso transmitió que era torpísimo en el discurso y casi igual a un indocto.”
Pero poco más tarde leemos: “Declamaba con dulzura y encanto admirables. Y Séneca ha transmitido que el poeta Julio Montano había acostumbrado a decir que él le habría robado a Virgilio algunas cosas, si pudiera su voz y boca y ademán: porque los mismos versos declamándolos él sonaban bien, pero sin él eran vacíos y mudos.”
Esta contradicción entre el torpe hablar y el brillante leer me trae a la mente la imagen del albatros baudelairiano, con su gloria celeste y su torpeza terrena; y es que parece que lo que nos muestran tales casos es la dificultad, para ciertos eminentes individuos, de atenerse a lo terreno, lo relativo, lo mezquino, encontrándose sólo a sus anchas en el espacio de lo absoluto. Por ello los hombres que en el hablar son tardos y torpes se transfiguran –ésta es la palabra- en la lectura de la literatura, al acceder a otra dimensión, aquella que busca lo absoluto.
hacia 1992
miércoles, 19 de mayo de 2010
El comienzo de la Carta al padre, de Kafka.
Un texto esencial, que supone un intento mayor de clarificación de un ser humano y de una relación familiar, y que Kafka jamás se atrevió a entregar a su padre:
Querido Padre: No ha mucho me preguntaste por qué digo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe qué contestarte, en parte precisamente por el miedo que te tengo, en parte porque razonar sobre este miedo requiere demasiados detalles como para que al hablar pueda coordinarlos a medias. Y si ahora intento contestarte por escrito, aun así no resultará sino muy incompleto, porque el miedo y sus consecuencias me bloquean ante ti también al escribir, y porque la magnitud del tema supera en mucho mi memoria y mi entendimiento.
Franz Kafka: Carta al padre.
Querido Padre: No ha mucho me preguntaste por qué digo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe qué contestarte, en parte precisamente por el miedo que te tengo, en parte porque razonar sobre este miedo requiere demasiados detalles como para que al hablar pueda coordinarlos a medias. Y si ahora intento contestarte por escrito, aun así no resultará sino muy incompleto, porque el miedo y sus consecuencias me bloquean ante ti también al escribir, y porque la magnitud del tema supera en mucho mi memoria y mi entendimiento.
Franz Kafka: Carta al padre.
martes, 18 de mayo de 2010
La visión de El Aleph: el tour de force de una enumeración infinita
Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato, empieza aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y las circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el Aleph.) Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad. Por lo demás, el problema central es irresoluble: La enumeración, si quiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré.
En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Frey Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer de pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osadura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi propia sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.
Sentí infinita veneración, infinita lástima.
Jorge Luis Borges: El Aleph.
En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Frey Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer de pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osadura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi propia sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.
Sentí infinita veneración, infinita lástima.
Jorge Luis Borges: El Aleph.
Etiquetas:
Borges,
Literatura Hispanoamericana,
Literatura Universal
viernes, 14 de mayo de 2010
Quiz literario: ¿cuál es "the thing left out" del siguiente cuento? ¿Su clave escondida?
COLINAS COMO ELEFANTES BLANCOS (ERNEST HEMINGWAY)
Las colinas que cruzaban el valle del Ebro eran largas y blancas. De este lado no había sombras ni árboles y la estación se hallaba al sol, entre dos líneas de rieles. Pegada al costado de la estación estaba la umbría tibia del edificio y una cortina, hecha de cuentas de bambú en ringleras, colgaba en la puerta abierta del bar, para dejar fuera las moscas. El norteamericano y la chica que lo acompañaba estaban en una mesa a la sombra, afuera del edificio. Hacía mucho calor y el expreso de Barcelona vendría en cuarenta minutos. Se detenía en este empalme dos minutos, para luego seguir hasta Madrid.
— ¿Qué beberemos? —preguntó la chica. Se había quitado el sombrero, dejándolo sobre la mesa.
—Hace mucho calor —dijo el hombre—. Bebamos cerveza.
—Dos cervezas —dijo el hombre en dirección a la cortina.
— ¿Grandes? —preguntó una mujer desde el umbral.
—Sí, grandes.
Las colinas que cruzaban el valle del Ebro eran largas y blancas. De este lado no había sombras ni árboles y la estación se hallaba al sol, entre dos líneas de rieles. Pegada al costado de la estación estaba la umbría tibia del edificio y una cortina, hecha de cuentas de bambú en ringleras, colgaba en la puerta abierta del bar, para dejar fuera las moscas. El norteamericano y la chica que lo acompañaba estaban en una mesa a la sombra, afuera del edificio. Hacía mucho calor y el expreso de Barcelona vendría en cuarenta minutos. Se detenía en este empalme dos minutos, para luego seguir hasta Madrid.
— ¿Qué beberemos? —preguntó la chica. Se había quitado el sombrero, dejándolo sobre la mesa.
—Hace mucho calor —dijo el hombre—. Bebamos cerveza.
—Dos cervezas —dijo el hombre en dirección a la cortina.
— ¿Grandes? —preguntó una mujer desde el umbral.
—Sí, grandes.
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