viernes, 11 de noviembre de 2011

De avaros y tacaños. Haciendo boca para ver El avaro, de Molière

Estos días en que he estado leyendo La cuestión palpitante, de doña Emilia Pardo Bazán, su presentación, no exenta de crítica, del naturalismo en España, recuerdo que, cuando hablaba del realismo de la tradición narrativa española, hacia referencias a Cervantes, El gran tacaño, Hurtado de Mendoza o Espinel. Con Hurtado de Mendoza quería referirse al Lazarillo, pues que se creía que ese era el nombre del autor de la novelita anónima. El gran tacaño vale por El Buscón, de Quevedo. ¿Por qué? No olvidemos que uno de los títulos con que se conoce a la novela es Historia de la vida del Buscón llamado don Pablos, ejemplo de vagamundos y espejo de tacaños. No me cabe duda que el “ejemplo de vagamundos” es el propio Pablos, pero también es “espejo de tacaños” porque, como buen pícaro, padece las inclemencias de diversos tacaños con que se topa. Ya Lázaro de Tormes había sufrido al ciego del primer capítulo, pero sobre todo al clérigo de Maqueda. A Pablos le tocará lidiar con el celebérrimo Licenciado Cabra, cuya descripción, centrada en su miserable tacañería, es uno de los pasajes más antologizados de la literatura española. Todos recordamos:


Él era un clérigo cerbatana, largo sólo en el talle, una cabeza pequeña, los ojos avecindados en el cogote, que parecía que miraba por cuévanos, tan hundidos y oscuros que era buen sitio el suyo para tiendas de mercaderes; la nariz, de cuerpo de santo, comido el pico, entre Roma y Francia, porque se le había comido de unas búas de resfriado, que aun no fueron de vicio porque cuestan dinero; las barbas descoloridas de miedo de la boca vecina, que de pura hambre parecía que amenazaba a comérselas; los dientes, le faltaban no sé cuántos, y pienso que por holgazanes y vagamundos se los habían desterrado; el gaznate largo como de avestruz, con una nuez tan salida que parecía se iba a buscar de comer forzada de la necesidad; los brazos secos; las manos como un manojo de sarmientos cada una. Mirado de medio abajo parecía tenedor o compás, con dos piernas largas y flacas. Su andar muy espacioso; si se descomponía algo, le sonaban los huesos como tablillas de San Lázaro. La habla ética, la barba grande, que nunca se la cortaba por no gastar, y él decía que era tanto el asco que le daba ver la mano del barbero por su cara, que antes se dejaría matar que tal permitiese. Cortábale los cabellos un muchacho de nosotros. Traía un bonete los días de sol ratonado con mil gateras y guarniciones de grasa; era de cosa que fue paño, con los fondos en caspa. La sotana, según decían algunos, era milagrosa, porque no se sabía de qué color era. Unos, viéndola tan sin pelo, la tenían por de cuero de rana; otros decían que era ilusión; desde cerca parecía negra y desde lejos entre azul. Llevábala sin ceñidor; no traía cuello ni puños. Parecía, con esto y los cabellos largos y la sotana y el bonetón, teatino lanudo. Cada zapato podía ser tumba de un filisteo. Pues ¿su aposento? Aun arañas no había en él. Conjuraba los ratones de miedo que no le royesen algunos mendrugos que guardaba. La cama tenía en el suelo, y dormía siempre de un lado por no gastar las sábanas. Al fin, él era archipobre y protomiseria.
O más tarde, cuando supuestamente comen en su pupilaje (es decir, su hospedaje):

Sentóse el licenciado Cabra y echó la bendición. Comieron una comida eterna, sin principio ni fin. Trujeron caldo en unas escudillas de madera, tan claro, que en comer una de ellas peligrara Narciso más que en la fuente. Noté con la ansia que los macilentos dedos se echaban a nado tras un garbanzo huérfano y solo que estaba en el suelo. Decía Cabra a cada sorbo:
-Cierto que no hay tal cosa como la olla, digan lo que dijeren; todo lo demás es vicio y gula.
La sopa más peligrosa que la fuente de Narciso, por su claridad, donde naufraga un garbanzo huérfano, o ese dormir de lado por no gastar las sábanas, son hipérboles extraordinarias que reflejan muy bien la catadura de tales personajes.

Hace poco, leyendo Zaragoza, Episodio Nacional de Pérez Galdós, me encontré con otro personaje extremadamente avaricioso, el tío Candiola, que resulta ser el mejor descrito de la novela. En un momento dado se enfada con su hija porque la ve hablando de noche con dos hombres. Recojo parte de la riña que le suelta:

¡Dos hombres, dos hombres en mi casa, de noche, contigo! ¿No has reparado en las canas de tu anciano padre? ¿No consideras que esos hombres pueden robarme? ¿No has reparado que la casa está llena de mil objetos de valor, que caben fácilmente en una faltriquera?... ¡Mereces la muerte! Y si no me engaño, aquellos dos hombres se llevaban alguna cosa. ¡Dos hombres! ¡Dos novios! ¡Y recibirlos de noche en mi casa, deshonrando a tu padre y ofendiendo a Dios! ¡Y yo, desde mi cuarto, miraba la luz del tuyo, creyendo con esto que velabas allí haciendo alguna labor!... De modo, miserable chicuela; de modo, hembra despreciable, que mientras tú estabas en la huerta, en tu cuarto se estaba gastando inútilmente una vela...
Lo que cierra la riña del señor Candiola es el hecho absolutamente espantoso de que, mientras todo ocurría, en el cuarto se estaba gastando inútilmente una vela. Ni que decir tiene que me recordó al Licenciado Cabra y a toda la retahíla de grandes tacaños de la literatura española.

¿Qué nos deparará El avaro, de Molière? De tan gran ingenio como el comediógrafo francés no es poco lo que podemos esperar.

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